El menor de mis hijos —14 años espléndidos le contemplan y es un chaval como hay pocos— es un fervoroso futbolero. Es del Barça, así que se pueden imaginar que, el pobre, no gana para disgustos (cuando empiezo a escribir esto, pierde por 2-0 contra el Madrid en el Bernabéu). A mi el fútbol me da bastante igual, la verdad, pero quiero a mi hijo y no me gusta verlo sufrir, obviamente.
Cuando se cabrea porque un árbitro se ha olvidado de pitar un penalty —cosa que al parecer sucedió hace unos días en Milán— trato de hacerle ver que árbitro hay uno y que un equipo de fútbol son once, y que adjudicar el mérito de una derrota a un único árbitro y no a los once jugadores no se aguanta por ningún sitio, y que si estos hubieran hecho bien su trabajo, pues otro gallo —y algún gol más— cantaría. Pero claro, tiene 14 años y que no venga su padre, un analfabeto futbolístico, a contarle monsergas sobre la responsabilidad.
Aún recuerdo cuando lo llevé a ver un Barça-Celta que terminó con empate a dos. El partido había sido en horario casi matinal, así que mi intención era ir a comer bien después del partido. Pues el chaval ni por esas quiso comer, cabreado como estaba. De poco le sirvieron mis muestras de consuelo, ni la posibilidad de un opíparo almuerzo, ni mucho menos que le soltara un tan poco original como cierto «solo es un partido de fútbol».
En una famosa entrevista de 1960, a Orson Welles le preguntaron si en alguna ocasión había dado un papel a un amigo aún y sabiendo que no era el idóneo para encarnar al personaje. La respuesta de Welles fue que no solo lo había hecho muchas veces, sino que lo había lamentado otras tantas, a pesar de lo cual, lo volvería a hacer porque prefería «cualquier otro tipo de lealtad en la vida que el arte (...) Sin duda la amistad es más importante que mi arte». «¿Y la posteridad?», le preguntó el entrevistador. «Se puede ir al infierno», respondió el cineasta.
Efectivamente. Ni el arte, ni por supuesto el futbol, ni la gastronomía —ya que estamos— son tan importantes. De la posteridad, ya mejor ni hablamos. Quiero decir que no merecen, probablemente, gran parte de la atención y trascendencia que les damos. Sí, la gastronomía tampoco. Si ayer buscábamos gastronomía en Google, obteníamos 272 millones de resultados. Si hacíamos lo mismo, pongamos por caso, con derechos sociales, 986 millones, aproximadamente cuatro veces más. Por una vez, este oráculo en forma de algoritmo que gobierna nuestras vidas, creo que tiene razón. Sí, ya sé que la comparación es un poco demagógica, porque yo escribo sobre gastronomía aquí, y no sobre derechos sociales en ningún otro lado.
Y también sé que lo gastro da de comer a mucha gente en ambos sentidos de la expresión, que genera mucho parné, mucho engagement en las redes sociales, muchos artículos aquí y allá, y mucha marca España y mucho cuento chino. Pero de verdad, no es tan importante como para que genere discusiones acaloradísimas —de las que en más de una vez he participado—, como para que nos agarremos de las solapas y nos digamos el nombre del puerco, como para que corramos a ser los primeros en probar este y ese otro local que acaba de abrir. Listas, rankings, premios... Los 10 mejores, los 50 mejores, el mejor del mundo.... ¿De qué moreno?
Pan y circo, muchas veces, es en lo que la hemos convertido. ¿Experiencial? No, puro espectáculo. Y nosotros, los que deberíamos sosegar las cosas, somos los primeros que las complicamos mucho más, entramos al trapo y cabeceamos furiosos con el primer contacto de la muleta. Quítate tú para ponerme yo. Aparta advenedizo. Sin duda, la precariedad, la lucha descarnada por hacerse con los XX euros —sí, solo dos cifras— que pagan por escribir allí y allá no ayudan. Pero de verdad que no es tan importante. La hemos sobredimensionado muchísimo.
Es lo que solemos hacer con las cosas que amamos profundamente. Las exageramos y las idealizamos, pero en pocas ocasiones lo suelen merecer. No hay nada tan importante.
¿Por que saben qué es lo realmente importante? Pues que mi hijo mayor, el de las albóndigas, el que está en Miami, creo que se ha enamorado. Y el amor sí que es importante, aunque lo más probable es que le rompan el corazón. Y cuando eso suceda, allí estaré yo y le diré que no pasa nada, porque no es tan importante. Mentiré, y no servirá de nada.
Y también el desconsuelo de mi hijo pequeño, ahora que veo que el Barça ha perdido 3 a 1. Con su permiso, les dejo y voy a llamarle. Le diré que fútbol es futbol. Y tampoco servirá de nada.