Todo apunta, a mi corto entender, a que formamos parte de un todo imposible de explicar en palabras donde todo cabe al mismo nivel y con el mismo derecho natural en cuanto a necesidad e importancia: seres animados, seres vivos, seres vegetales y minerales, elementos y cosas y también las máquinas.
Y resulta, curiosamente, que la gastronomía bien entendida reúne en sí misma casi todos los requisitos necesarios para ser un buen caldo de cultivo y ejemplo de esta manera de pensar y este enfoque.
Así creo que es porque la gastronomía es un tótum revolutum, un gastrocosmos, íntimamente unido a la naturaleza, a los hombres, su historia y su cultura, pero también a lo que no es humano, a los animales, a los minerales, a la geografía, al fuego, el agua, la tierra y el aire, a las herramientas y chismes, a la técnica y la tecnología y, por supuesto, a la intuición y el espíritu, a lo que no es racional. Porque la gastronomía verdadera consiste en saber hacer buen uso y síntesis de todos esos medios para dar lugar y acceso a una experiencia que vaya más allá del mero acto de comer. Este es el más alto Arte de Cocina.
Y esta es la imperiosa necesidad esencial de una cocina del mañana que haga frente a la forzosa y forzuda restauración de masas que impera en la actualidad y realidad de las grandes marcas y franquicias, que homogeneizan/automatizan/sincronizan todas las comidas que producen para que salgan como churros.
Y creo también que para que esta gastrosofía cobre significado real, un buen camino es el de poner todos nuestros empeños en lo local. A ver, pongamos orden desde el principio, despiecemos e independicemos la gastrogeografía, cada mochuelo a su olivo y que cada cual atienda su juego: el fundamento-base de cada-toda cocina es su localidad y, en coherencia, debe resultar que, ab initio, lo más factible sea que los propios del lugar interpreten y desvelen la verdad de sus respectivas cocinas. Así, desde ahí, se podrán ir alcanzando progresivamente metas cada vez más amplias, abriendo campos y mentes, dando sitio a lo extraño hasta conseguir hacer glocal lo local. Creo que este es un buen medio para repensar seria y coherentemente la gastronomía.
Sé que no descubro nada nuevo ni lo pretendo, muchos son los que lo entienden igual y lo practican desde hace mucho; no tantos los que lo tienen como objetivo primordial y están consiguiendo acercarse a ese punto ideal de universalidad. Se me ocurre mencionar a Ángel León y su proyecto Aponiente más allá de los mares; a Virgilio Martínez y su proyecto Matria Iniciativa; a Rodolfo Guzmán y su Boragó o a René Redzepi y su Noma.
Pues no se trata solo de hacer gala de la patata del patatal del vecino, ni de llevar por bandera el nombre de tu pueblo o tu país, que también, por supuesto, porque esos son solo algunos de los mil tráfagos de esta disciplina. El meollo está más arriba, tiene algo más de intelectualidad, espiritualidad y trascendencia y tiene todo que ver con el entendimiento de La Tierra que habitamos, con el aprender a vivir con Ella y con el sentido de la vida en Ella. Y ese sentido debe estar basado en la diferencia y la diversidad de cada lugar y su manera de hacer cocina. Es a través de lo diferente como se puede llegar a lo igual. Ese sería el universal Arte de Cocina que sirviera para evitar el gastrocataclismo, coadyuvar en la lucha contra la grave crisis que vive nuestro planeta y para paliar la sufrida incertidumbre que sobre su futuro se cierne y nos acecha.