Grosso modo, en ciencia, el método observacional consiste en estudiar comportamientos perceptibles —o sea observables—, para registrarlos y cuantificar para poder, posteriormente, establecer relaciones de secuencialidad, asociación y covariación. Dicho método, se lo aseguro, es utilísimo y la madre del cordero para descifrar la fauna que habita los restaurantes, sean del tipo que sean. Los restaurantes y la fauna también, por supuesto. Y se lo voy a demostrar —ejem, ejem— de forma meridiana con un ejemplo, cual profesor Franz de Copenhague.
En los bajos del edificio donde trabajo hay un restaurante japonés, uno de esos de sushi de bazar de todo a cien, con una carta más larga que la Biblia, en los que la comanda hay que hacerla apuntando números en una hoja y un lápiz que proporciona el propio establecimiento, que como pueden ver no escatima en detalles. Incluso —he observado— hay algunas mesas en las que la carta se puede consultar en una tablet que, a su vez, también se puede usar para realizar el pedido.
El aspecto del local es el de una izakaya psicodélica diseñada por un diseñador de interiores muy pasado de farlopa, con muchos colorines y tal. Creo que no necesitan muchos más detalles, ustedes que son lectores inteligentes, ya se hacen a la idea de qué narices les estoy hablando. Y los platos, por añadir algún detalle más, salen con mucho aparataje, muy adornados, con una gran profusión de vajillas y cacharros espectaculares. Según me han contado, en algunos de estos locales incluso han decidido que podían prescindir de los camareros, que tienen la mala costumbre de querer unas condiciones de trabajo dignas, y los han sustituido por robots. Pues muy bien oiga.
Lo que me aterra de verdad de esto de los robots y las tablets —que ya hay lugares que las usan para la carta de vinos— no es que me sirvan en un restaurante japonés de medio pelo, sino que hay gurús, de esos que estafan a restauradores en apuros y a los que acaban de hundir irremediablemente en la mierda, que dicen que eso es el futuro, y que fuera del anillo de los restaurantes Michelin, en un plazo de tiempo relativamente corto, será norma que incluso la comida la preparen robots.
Jamás en la vida me he sentado a comer en este establecimiento. Y no voy a decir que no lo haré nunca porque en esta vida nunca se sabe dónde vas a dar con tus huesos cuando el hambre o la necesidad aprietan. Vamos, que todos hemos comido un día en un sitio en el que nunca imaginamos que lo haríamos. Pero paso por delante un mínimo de tres veces al día y siempre hay mucha gente. Y observo, discretamente.
No falla, siempre es igual. Invariablemente las mesas, especialmente las que están equipadas con tablets, suelen estar ocupadas por jóvenes en sus veintitantos, con todo el aspecto de haber salido de la serie británica The IT crowd; en nuestro caso sacados del helpdesk de El Corte Inglés o del Mercadona, vaya usted a saber. Lo he visto en otros restaurantes parecidos al que nos ocupa y puedo asegurar, gracias a la observación, que el friki informático siente fascinación por la comida japonesa de cuarta regional bien regada con un refresco de cola.
Ahí están, con sus gafas y sus camisetas —normalmente negras— con motivos relacionados con algún videojuego, el heavy metal o el manga. Tres vicios perfectamente confesables, por otra parte, pero que seguro que imprimen carácter. Debe ser el manga. Tiene que ser el manga el que haga de cordón umbilical entre estos personajes y los restaurante de sushi malo. Y no digo barato, porque si es malo nunca es barato.
Esta asociación lo que demuestra es que hay un restaurante para cada tipo de persona. Obviamente no hay nada malo que a los frikis les gusten estos restaurantes que podrían salir en cualquier cómic japonés. Hay cosas mucho peores.
Por ejemplo, aquellos que van a Mugaritz, por decir algo —que no se enfade nadie, por favor— y hacen ver que lo han entendido todo y no dicen más que bobadas. Probablemente porque no les gustó y no se atreven a reconocerlo. Como mínimo los frikis no publican que se nota que en Sushiko —se llama así— se nota que el chef ha decidido desafiar los códigos de la cocina tradicional japonesa para dejarse llevar por un mundo de fantasía, o cualquier bobada por el estilo.
Los frikis son frikis, pero no tienen un pelo de tontos. Yo no sé si un día me sentaré en Mugaritz del mismo modo que no sé si compartiré mesa con los chicos de las camisetas negras de Sailor Moon. Así de entrada, confieso que me atraen tan poco uno como el otro. Pero si un día lo hago, en cualquiera de los dos, lo que no me gustaría hacer es el ridículo después.