Hace unas semanas se celebraba en España el segundo Encuentro de Los Mares. Alguien comentaba entonces en redes sociales que una de sus aportaciones había sido poner sobre la mesa el hecho de que comprar puede ser un acto político. Lo mismo que apuntaba Michael Pollan en El Dilema del Omnivoro (2006) o, antes que él, Naomi Klein en No Logo (2000). Lo mismo que señalaban Stolle, Hooghe y Micheletti (2005) en el International Political Science Review, o lo hacía el A Profile of the Political Consumer (1998) de la Association for Consume Research. Vamos llegando ahí, aunque lo hacemos a ritmo de Luis Fonsi: Despacito.
Hablar de los aspectos políticos de la gastronomía en España levanta ampollas. Nos empeñamos –nos seguimos empeñando- en considerarla parte del ocio, de lo lúdico y, al hacerlo, de lo prescindible y de lo hasta cierto punto banal. Cualquier intento de dotar de cierta profundidad a la gastronomía ha sido atacado con una virulencia que reservamos para las grandes ocasiones, porque lo importante, para quienes argumentan esas críticas, es disfrutar y comer rico.
Y es ahora, cuando la burbuja empieza a mostrar signos de que puede estallarnos en la cara, cuando empezamos a dedicarle atención a esos aspectos. El calentamiento global, el consumo de plásticos, las condiciones laborales, la producción de alimentos de origen animal, los salarios, la desertificación, la España vaciada o la turistificación, ahora que nos faltan los turistas, son temas que empiezan a aparecer en el debate. Digamos, parafraseando a Les Luthiers, que estamos fundando Caracas… en pleno centro de Caracas, que ya estaba fundada.
Porque esos autores a los que mencionaba al comienzo del texto, llevan dos décadas siendo ignorados en buena medida por el sector, porque Slow Food, movimiento con el que discrepo en algunos planteamientos pero que ha realizado aportaciones fundamentales, empezó hace casi 35 años a llamar la atención sobre algunas de estas cuestiones. Y lo hizo desde planteamientos ideológicos claros, aunque se fuesen diluyendo luego por el camino. Y aquí llegamos nosotros, en pleno 2020, poniéndonos las gafas de pensar fuerte para descubrir que el sector puede hacer mucho para cambiar las cosas. Bien está lo que bien acaba, por seguir con las citas, aunque, como decimos en gallego, non foi sen tempo.
Pero ese, al final, no es el problema. En cuestiones de cambio climático vamos estando todos más o menos de acuerdo, aunque tan solo sea porque empezamos a verles la patita asomando por debajo de la puerta. Y aunque sea solamente para hacer proclamas y seguir luego a lo nuestro, vamos alcanzando un cierto consenso.
Hay otros temas que están ahí, que se comentan, a los que a veces se alude, pero que nos resistimos a que ocupen el centro del debate. El tan traído y llevado tópico de que en España se come mejor y más barato que en ninguna otra parte de Europa. Lo vamos aparcando o, si acaso, recurrimos a él con la boca pequeña. Porque pone en el centro del debate algunas cuestiones bastante incómodas ¿Por qué comer en España es tan barato?
¿Es sostenible un menú del día por 8,50€? ¿Qué implica en términos de calidad del producto y de la elaboración, quizás en cuanto a condiciones laborales y puede, incluso, que en cuanto a economía sumergida? ¿A qué salario condena a las personas que están detrás?
O, llevándolo al otro extremo del abanico ¿Puede un restaurante con 40 personas en plantilla servir un menú a 150€ con producto de primera calidad, personal cualificado, cumpliendo horarios laborales, encargado la reforma del espacio al interiorista de moda, comprando copas, manteles y vajillas de la gama más alta y atendiendo a 30 comensales por servicio? Si nos tapamos los ojos con las manos el monstruo no desaparece. Todos hemos visto películas de terror y lo sabemos.
De los temporeros, del régimen de semi-esclavitud con el que convivimos, el sector no comenta. Si se les explota, callamos. Si se les priva de cualquier derecho, callamos. Si les queman las chabolas, si los amenazan para que no hablen, si les retiran el pasaporte para que no escapen, callamos. Porque el sector primario nos importan sólo cuando sale bonito en la foto.
Eso es gastronomía también. Es gastronomía española. Como los puticlubs a la entrada del pueblo, esos a los que no va nadie pero que salen como hongos en cada carretera, son parte de nuestro paisaje y de nuestro modo de vida. Ahí están, ahí siguen mientras todos callamos y miramos hacia otro lado al pasar por esa curva mientras esperamos que nuestros hijos no pregunten. Y no preguntan, porque ya saben, para nuestra vergüenza. Copas y alegría. Fiesta. Y lo baratos que son las fresas en España, que aquí no pasa nada.
Aún así, insisto, aunque sea en voz baja son temas de los que se va hablando. Cada vez con más frecuencia encontramos elogios a cocineros o a empresarios del sector porque han optimizado sus horarios y sus plantillas para que todo el equipo pueda trabajar sus ocho horas y librar día y medio seguido. Y uno no puede evitar pensar que tal vez la excepción debería ser la contraria. Pero aquí estamos, en España, en 2020, felicitando a la gente por cumplir los convenios colectivos.
Hay otra parte de toda esta gran cuestión en la que, sin embargo, nos resistimos a entrar. Es aquella que entronca con la Democracia Cultural, el movimiento que surgió en Francia tras la Segunda Guerra Mundial y que no sólo democratizó la cultura y la descentralizó, llevándola a los pueblos y a los barrios periféricos, sino que dotó de categoría cultural a manifestaciones populares que antes ocupaban un papel secundario.
Nos queda por asumir el papel cultural central de la gastronomía, su relación con nuestra forma de vida y con otras manifestaciones creativas contemporáneas. Sin complejos. No se trata de comparar, de equiparar o de hacer rankings, sino de asumir este hecho y, a partir de él, establecer políticas educativas, de protección y puesta en valor. Si Theodor W. Adorno pudo hacerlo a mediados de los años 40 nosotros podemos intentarlo 80 años después sin sufrir lesiones de consideración, creo.
Al hablar de políticas en ese sentido hablo, es una pena, pero hay que aclararlo, de ir más allá de las ayudas al turismo o al comercio; hablo de desmercantilizar la gastronomía. Es cierto que tiene una parte innegable de negocio y es bueno que así sea, pero no puede ser un fenómeno ligado exclusivamente al mercado. Porque luego llegan las crisis, nos faltan los turistas y nos encontramos, a toda prisa, pidiendo la declaración como patrimonio de la humanidad de los bares sin haber hecho ni siquiera el esfuerzo de enterarnos de cómo funciona eso.
Antes, quizás, deberíamos pararnos a pensar qué clase de gastronomía queremos, en qué conocimientos queremos basarla y qué imagen queremos trasladar al mundo a través de ella. Simplificando mucho: la imagen de un país de camareros y borrachera o la imagen de un país de cultura gastronómica. La decisión y las herramientas, me temo, son también políticas.
Podríamos seguir señalando aspectos ideológicos en el sector gastronómico, elementos que exigen que nos posicionemos y tomemos partido, pero bastantes amigos hemos hecho ya hasta aquí.
Hemos apuntado a las implicaciones en cuanto a sostenibilidad, cambio climático y bienestar animal; hemos señalado tímidamente cuestiones económicas, laborales o de mercado y hemos llegado a insinuar el papel cultural de la gastronomía, las implicaciones estructurales que esto le otorga y la importancia de diseñar y desarrollar una imagen de marca adecuada alrededor del fenómeno gastronómico. Se nos quedan fuera muchos otros, quizás para otro día y para otro texto.
Y, sí, además de todo eso la experiencia gastronómica tiene que ser entretenida. Y lo que nos sirvan debería estar rico. Por supuesto.