Lo reconozco, disfruto haciendo la compra. Soy de ese tipo de personas que se hace la lista en un papelito (me encantan las listas), con buena letra, y se la lleva con un lápiz para ir tachando todo lo que cae en la cesta. Meter, tachar; meter, tachar; y así hasta quedar satisfecha.
El acto de hacer la compra, sin embargo, puede ser para muchos y muchas una auténtica pesadilla, una especie de tortura para la que no hay consuelo, como si en lugar de recorrer pasillos repletos de comida, estuvieran en un campo de batalla, sobreviviendo a la ley del más fuerte, sorteando atropellos de carros oxidados, soportando las pataletas de niños y niñas irritantes, y aguantando empujones, precios insultantes, colas eternas... Un auténtico suplicio que se culmina, claro, cuando llegas a caja, a esa pegajosa cinta negra. La señora o señor que va detrás tuyo te acosa, te observa, marujea lo que llevas en el carro y te juzga por ello, invade tu espacio vital. Todo esto es, supongo, la ofensa del que odia hacer la compra.
En ningún caso para mí, ya lo he dicho, que me encanta hacer la compra. Y me gusta desde pequeña, cuando más feliz que una perdiz, acompañaba a mis padres cada sábado a recorrer aquellos largos pasillos repletos de comida que, por aquel entonces, me parecían pasadizos llenos de aventuras y reliquias por descubrir. Ver a la gente llenando sus carros de felicidad comestible me divertía, me llevaba a imaginar qué historias se escondían detrás de cada alimento escogido, y me hacía pensar cómo de decisivos y mandones pueden llegar a ser los caprichos del paladar.
Era una niña, claro, y quizás todo me parecía simplemente eso, una aventura. Ahora, las historias en mi cabeza cuando voy a hacer la compra son algo distintas. Sigo divirtiéndome en los mismos pasillos, sigo curioseando sobre el por qué esa chica ha elegido coger un tipo de leche y no el otro, y disfruto conversando y pidiendo consejo a quienes me obsequian con esas reliquias en forma de fruta, verdura o pescado. Supongo que queda mucho de esa niña curiosa que llevo dentro; sin embargo, también son otros los pensamientos que me vienen a la cabeza sobre este acto tan cotidiano de hacer la compra. Cotidiano, sí, y quizás también en peligro de extinción con esto de hacerlo todo a golpe de clic. ¿Ni para eso movemos el culo? Pero esto ya es otro tema.
Para mí, hacer la compra es como la previa de lo que después sucede en escena, que no es más que mi humilde cocina. Por eso, recorrer pasillos eligiendo qué ingredientes se irán a casa conmigo me genera felicidad. Estén o no en la lista, improvisando, leyendo etiquetas, y también, añadiendo productos que ni siquiera necesito.
Más allá de seguir los pasos de una receta, más allá de los tiempos y las cocciones, más allá de si cocinas para ti o para otros; el resultado final, la felicidad de haber "comido bien" empieza desde que cojo ese lápiz y empiezo a crear la lista. Mucho antes de encender los fogones.
Y continúa entre los pasillos del mercado, tienda de barrio, verdulería, frutería, pescadería, carnicería o supermercado. Simplemente, allí donde vayas a comprar -por convicción, gusto o comodidad-, haz lo posible por disfrutar y por escoger los mejores ingredientes. Ellos serán los protagonistas de tu historia, los actores que harán que tu escena final sea todo un éxito.
¿Mi lugar favorito para hacer la compra? El supermercado no, obvio, pero cuando voy lo disfruto como cuando era niña. Siendo consciente de que mis elecciones marcarán todo lo que después suceda en mi estómago y en el de quienes se sientan a la mesa conmigo. Si odias hacer la compra, cambia el chip y piensa en ello. O simplemente, tira de clic desde el sofá, gastos de envío no incluidos.