Quizás sea el único al que le ocurre -me temo que no, pero mantengamos el supuesto por el momento- pero los menús degustación tienden a aburrirme cada vez más. Y cuanto más largos, más me aburren. Es cierto que hay excepciones, y que incluso en la mayoría de los que me hacen perder la atención encuentro algo que me interesa. Cada vez más, sin embargo, a partir de determinado nivel de extensión tiendo a perder el interés. Y no hay cosa, de las que ocurren en un restaurante, que me parezca más triste que empezar a mirar el reloj a mitad del menú.
Esto hace que me pregunte por qué ocurre. Si me gustan los platos, si disfruto de la experiencia de visitar un restaurante, ¿por qué cada vez me interesan menos las sucesiones de cosas que tal vez por separado me resultarían más atractivas? Llevo tiempo intentando entenderlo y, aunque sigo bastante en el limbo, empiezo a entresacar algunas ideas más o menos claras.
Un menú degustación no es un catálogo de platos, el índice de todo lo que se hace en una casa concreta, como tampoco es un compendio de lo que el cocinero sabe hacer. No es un ejercicio de pirotecnia con el que se pretende anonadar al comensal y tampoco debería ser una brutalidad nutricional, por mucho que aquí guste lo de salir rodando de los restaurantes y con demasiada frecuencia acabe siéndolo.
Un menú degustación no es una forma para facilitar el trabajo del restaurante y que acabe el servicio con las cámaras vacías, no es algo que se pueda pensar exclusivamente para facilitar el trabajo de cocina y obviando que allí, al otro lado, hay alguien que paga. Tampoco debería ser una forma de asegurarse un ticket mínimo.
Un menú degustación debería tener una coherencia, una línea argumental que lo recorra de principio a fin, un sentido; cada eslabón de esa cadena debería estar ahí por algo, tener un sentido después del plato anterior y acompañar hacia el plato siguiente. Un menú degustación debería contar una historia: la de un cocinero -o un equipo de cocina- en un momento dado, el por qué hacen determinadas cosas, usan unos productos concretos y los plantean de un modo específico.
¿Qué sentido tiene a estas alturas meter en el menú el enésimo plato de huevo a baja temperatura, más allá de alargar de manera gratuita y llenar al comensal de un modo económico que haga que al final cuadren los números?
¿Qué razón de ser hay tras un menú viajero que pasa de forma más o menos aproximativa por Perú, por Japón, por Tomelloso, por México y por Francia en poco más de 90 minutos? Puede que en alguna ocasión puntual lo tenga, pero por lo general me hace pensar en un niño con una venda en los ojos, delante de una piñata y dando palos a un lado y a otro a ver qué cae.
¿Quién puede enfrentarse a elaborar uno de esos menús largos y estrechos y plantearlo con éxito? El modelo, por lo que tiene de demostrativo, resulta apetecible. Es un reto. Pero es un reto a la altura de muy pocos, seamos sinceros. Los que se me ocurren se pueden contar con los dedos de una mano. Y probablemente quede algún dedo sin asignar.
¿Quién es capaz de mantener el nivel técnico en una sucesión de 25, 30 o 40 bocados en dos o tres horas? ¿Quién es capaz de captar la atención del comensal, mantenerla todo el tiempo y salir airoso del intento?
Asumámoslo, el menú degustación largo es algo que hemos superado. Deberíamos haberlo superado, al menos. Es algo perteneciente a otro tiempo que, planteado ahora, pertenece más al ámbito del onanismo que al de la cocina como ejercicio de sentido común. Es un gustarse de más que suele tener un punto de impudicia.
Es verdad que hay lugares en los que funciona, en los que tiene un sentido porque, por su planteamiento y por su originalidad, son lugares que están por encima de las modas. Lugares, además, en los que el nivel técnico suele ser tan alto que cualquier comparación resultaría odiosa. Por eso no tiene ninguna lógica empeñarse en la comparación, porque no hay forma de salir indemne de ella.
Pero por encima de todo esto hay algo más importante, y es que a veces olvidamos de qué va todo esto. Y esto es un negocio. Sin romanticismos y sin cháchara motivacional, sin el “tú puedes si lo deseas” ni el “persigue tus sueños, sin que te importe lo que te digan”. Si el restaurante no es un negocio viable, ya puedes ir a tocarte a otro sitio. Y un menú interminable suele ser un sendero tortuoso plagado de minas a los lados, si lo enfocamos desde la perspectiva de los números.
Pero aún por encima del negocio, esto va de disfrutar. Si el cliente no disfruta, da igual lo que la cocina esté tratando de demostrar. Y si el cliente no disfruta, me parece difícil que lo haga el cocinero. Al final, las cosas son mucho más sencillas: relájate, piensa en lo que haces y por qué lo haces, esfuérzate en hacerlo lo mejor que puedas, con honestidad, sin complejos.
Lo mismo ocurre con los que nos sentamos al otro lado. Tampoco querría cargar yo las responsabilidades sólo en un lado que, si ofrece algo, es porque cree que tiene un mercado. Un restaurante no es mejor por tener un menú más largo, platos con nombres interminables, ingredientes imposibles o lucecitas de colores que bajen del techo. Un buen restaurante, al menos para ti, es el que te haga disfrutar. Las guías, las opiniones de los que escriben de esto y lo que hayas leído va siempre después de eso. No lo olvides.
Al final, en esto como en todo, se trata de que las cosas fluyan y encajen, de que haya una razón de ser, de entender que detrás de cada decisión hay alguien que la toma por un motivo razonado. Lo otro, el empeñarse en malabarismos, aquello que Philippe Regol bautizó con enorme acierto como estilo “tú ve poniendo”, si lo piensas, no es más que una enorme falta de respeto: al oficio, al sentido de la cocina, al producto y al comensal.
Cocinar, disfrutar cocinando, disfrutar haciendo disfrutar. Comer, disfrutar comiendo, disfrutar viendo a otro cocinar para que disfrutemos. Cómo nos empeñamos, a veces, en complicar algo tan sencillo.