Hace unas semanas escribía sobre una ruta de vermús preparados en Bilbao tras una concienzuda investigación sobre su origen y una cata -más minuciosa aún- de los mejores de la ciudad. Hoy escribo esto de pie en la encimera de la cocina con un niño de dos años y diez días de encierro que me trepa por las piernas.
Todavía sostiene ese hipo sordo que deja el llanto cuando llega en forma de borrasca -o galerna, que es medio vasco-. Esas aspiraciones involuntarias que tienen algo de latido, siempre de dos en dos. Y en pareja también llegan ya los berrinches, cada vez más concentrados en esta casa sellada para que no entre el lobo. Ni su aliento.
Lo que busca el niño que me trepa por las piernas es mi pecho y su ya lánguido rezumar de leche materna. Busca alimento, no porque tenga hambre -es imposible, es medio vasco pero ya ha desayunado las veces suficientes-. Busca el sabor conocido, despertar ese otro sentido que está unido al gusto y al olfato, pero un poco más arriba, y que lo devuelve a un lugar que conoce y en el que se siente seguro.
Y como él, en estos días en los que llevamos la sospecha pegada a las suelas, la gran mayoría de nosotros hemos vuelto a la cocina. Ya no cojo el teléfono para hacer una reserva en mi restaurante favorito, ni siquiera para pedir a la empresa de food delivery de turno -tengo la bandeja de entrada llena de descuentos desorbitados- ese bol de arroz que me salva de los mediodías.
Ahora llamo a mi madre para que me explique cómo hacía aquel guiso de ternera, las patatas en salsa verde o la leche frita. O por qué el pastel de arroz siempre me queda más seco que a ella -es evidente: el tiempo, y más el del horno, se dilata con este niño exiliado de sus rutinas-.
En redes sociales hemos sustituido las fotos vanguardistas por platos que rebosan potajes, pescados al horno, bizcochos de nata. No tenemos noticias de su sabor, solo las del orgullo del cocinero -con o sin descendencia-. Conforme se extienda el encierro por coronavirus llegarán las sopas de ajo, las croquetas de lo que haya y el melocotón en almíbar. El recetario que hace unos meses se desvanecía lo devolvemos ahora a los fogones en forma de consuelo.
Hemos hecho este viaje muchas veces, cada vez que nos sacuden los días sin esperarlo. En tiempos de inestabilidad hincamos las uñas en la tierra. Reconquistamos los platos sobre los que nos sostenemos en pie como acróbatas y que abren la fisura en la que permitimos que convivan nuestra naturaleza infantil y los adultos que se espera que seamos. En lo que dura el plato, el hilo de leche materna, desaparece la incertidumbre. El miedo al lobo tras la puerta.