Yo no tendría más de siete años la primera vez que acompañé a mi abuela al cementerio de Montjuïc. Me advirtió de que el camino se me haría largo, así que me llevé unos zipi zapes. Nos sentamos al final del autobús, donde los asientos de madera siempre estaban más calientes y a medida que cambiábamos de calle, ella cambiaba de tema. Tenía una historia para cada parada. Estación de Francia, la plaza sin nombre a la entrada de La Barceloneta, el 7 Puertas y su calle trasera donde vendríamos otro día a comprar una calculadora Casio, Capitanía General, Las Golondrinas, Las Ramblas... Ella señalaba y yo miraba tras el cristal empañado por mi vaho, donde garateaba letras y corazones que duraban medio suspiro.
De repente pegó un respingo: ¡Mira, nena, la Santpere! ¡Hola! ¡Hola! ¡Nena, salúdala! ¡Hola! Nuestros aspavientos debieron ser circenses, porque llamaron la atención de la actriz justo en el momento que entraba en un taxi. El tiempo se congeló cuando nos devolvió el saludo. Envuelta en su abrigo de pieles, nos regaló una sonrisa mostrando una dentadura del mismo brillo y tamaño que las perlas de su cuello, mientras movía la mano como solo las reinas saben. Al menos las reinas del Paralelo. Yo la conocía porque salía en Telecinco con las mama-chicho, pero para mi abuela era un icono. No mucho después murió. La Santpere, no mi abuela. Tardó muy poco en llegar al cielo, porque se quedó dormida en un vuelo Madrid-Barcelona y nunca despertó. Venía de una entrevista en radio Antena 3 donde había declarado: "Afortunadamente, mi racha de mala suerte ya ha pasado".
El cementerio de Montjuïc me impresionó porque no sabía que Barcelona tenía un barrio de muertos que olía a castañas. Las asaban en la puerta. Mi yaya prefirió comprar unas flores amarillas. También vendían estampitas, que son los cromos de las viudas. Mi abuela me vio salivar y me pidió que aguantara, que después de limpiar el nicho comeríamos huesos de santo. Me estremecí al imaginarme una paperina de tabas. Preferí callar, porque mi abuela nunca me daba nada malo. Caminamos de la mano junto a otras mujeres por senderos de lápidas. Unas vestían de domingo, otras de negro carbón. Cuando llegamos mi yaya cambió las flores, sacó de su bolso una bayeta nueva y una botella de agua, y comenzó a limpiar. Me senté sobre una tumba y saqué mis zipi zapes. Mi yaya seguía hablando, pero ya no conmigo. Yo no podía quitarme de la cabeza los huesos de santo.
Este 1 de noviembre mi yaya no subirá a Montjuïc, dice que se queda en casa. Nadie me tiene que explicar el porqué. En enero estuvimos todos allí cuando incineramos al yayo. No olía a castañas, sino a una mezcla de gel hidroalcohólico e incienso. Semanas después, nos lo entregaron en una urna. Una parte de él ya es sotobosque en un olivar de Cazorla. El resto sigue con mi yaya, en el cuarto pequeño, en la habitación donde él nos medía. Allí descansan sus cenizas, una balda por encima del ajedrez y de los tebeos. Este año me ocuparé yo de los huesos de santo, iré a buscarlos a La Colmena. Que ella se encargue del moscatel. En algún momento le preguntaré si recuerda lo de la Santpere, quien por cierto, protagonizó "Un señor dentro de un armario" y "Zipi y Zape".