Podemos adjudicarle toda la culpa a Instagram, aunque sabemos que, en realidad, la cosa viene de antes. Esa red social, con la colaboración de muchas otras, no es más que la materialización actual, corregida y aumentada, de lo que antes encontrábamos en las páginas de recetas de revistas del corazón o en las primeras fotografías en color de recetarios, que se centraban en lo excepcional para captar la atención.
Nos hemos criado viendo que lo que publicaban eran áspics espectaculares y copas con colas suntuosas de gamba apiñándose en sus bordes; con piñas rellenas de ensaladas confusas pero visualmente llamativas, salsas rosas y decoraciones de puré de patata dorado tras el gratinado. En los 80 llegaron los moldes de emplatar, el sempiterno perejil de Arguiñano que estas publicaciones sustituyeron pronto por cebollino o eneldo, mucho más resultones.
Ya a finales de los 90 añadimos los productos asiáticos imposibles de conseguir para la inmensa mayoría de los lectores: albahaca morada o shiso ocuparon el lugar que antes se había reservado para las huevas de lumpo teñidas o los champiñones torneados en las fotografías. Si te esfuerzas, tú también puedes comer como los ricos y famosos. Así que no hay nada nuevo en esos alardes fotográficos.
Lo que sí que tenemos que reconocerle a las redes sociales es haber sumado a todo eso el factor ostentación. Ya no es sólo que esas imágenes nos pareciesen atractivas y pensáramos que nosotros también podíamos asombrar a nuestros invitados con ese despliegue de efectismo. Ahora, además, podíamos compartir nuestras propias imágenes y demostrar que, junto a cierta pericia culinaria teníamos los medios económicos. Y si no los teníamos, podíamos aparentarlos, que en foto todo se nota menos. El principio del fin.
Y de pronto el alarde técnico cedió el paso al langostino. A la trufa, al foie, al caviar. Una parte creciente de las imágenes compartidas se sumaron a esta corriente aspiracional. Y con ellas llegaron cientos de miles de likes igualmente aspiracionales. Abrir una botella de 80€ es mucho mejor si puedes compartir la imagen. Y mejor aún si puedes acompañarla en la foto de otras seis que jueguen en la misma liga. Tu copa habrá sido la misma, pero el placer del aplauso no te lo quita nadie.
El salto al restaurante era inevitable. Generalizo, lo sé. Por mucho que esas imágenes acaparen la atención, siguen siendo una minoría. Pero una minoría sintomática sobre la que vale la pena hablar. Todo es mejor con caviar encima. O con bien de trufa. Da igual que no haya caviar de calidad para tanto plato, y desde luego no a ese precio. O que cada vez la temporada de trufas se alargue más, exprimiendo en el mercado ejemplares sin el aroma necesario que, sin embargo, salen igual de bien en la foto.
Y, sí, hay casos en los que esto puede tener sentido, pero en muchos otros es esa sensación de “tú también puedes comer como los ricos y famosos al menos una vez” la que está en el subtexto de platos y fotografías. Los barrios se llenaron de hamburguesas de kobe, de croquetas de foie con boletus y de tortillas trufadas. Y de langostinos, muchos langostinos con todo.
Todo este fenómeno, en el que estoy siendo reduccionista, llevó a un abandono de otro tipo de cocina. Todos sabemos que hay otra oferta a la que, tal vez, aunque sigamos siendo usuarios, no le prestamos tanta atención mediática. No compartimos tantas fotos del plato de un guiso de pescado sublime en una casa de comidas como de unos langostinos congelados hace meses en el delta de algún río asiático y que nos sirven en un emplatado llamativo con una salsa que suene importante.
Y antes de que me acuse de purista (aunque llego tarde para esto, me temo) confieso que disfruto como el que más con algunos de estos productos. A veces, en su temporada, en su lugar, bien tratados. Cuando tienen sentido pueden ser algo maravilloso. Entre otras cosas porque son excepcionales en el sentido más amplio del término. Me aburriría muchísimo comer lamprea todas las semanas. Y más aún comer lamprea congelada, llegada de no se sabe dónde, y cocinada por alguien que no la conoce demasiado bien.
La cuestión es, volviendo al tema, que esta obsesión por los ingredientes que otorgan estatus y la necesidad por compartirlos y recibir la aprobación correspondiente, hace que otra cocina, más cotidiana, pierda la relevancia que sin duda le corresponde.
Pocas cosas hay más perfectas que un salmorejo. No lo vas a mejorar con una ralladura de trufa por encima o con tropezones de foie. Pan, aceite, tomate. La alquimia hace el resto. El salmorejo es la demostración de que el resultado de un plato puede ser, y con frecuencia lo es, mayor que la suma de sus partes.
Pulpo á feira. Migas de pastor. Sopas de ajo. Una caldeirada de pescados de roca, unos calçots recién salidos de la brasa. Generaciones de cocineras anónimas, de trabajadores que tenían que arreglarse con lo poco que podían llevarse al campo o a la obra han dado forma a un recetario mágico que nos empeñamos en ignorar.
Pocas cosas hay mejores, en cocina, que disfrutar de un plato local, elaborado con productos de la zona, en la temporada correcta y sin alardes innecesarios. No hace falta el triple salto mortal hacia atrás con tirabuzón para que la primera cucharada de un ajo caliente gaditano te deje con la boca abierta. No es necesario añadir langostinos para que la más humilde empanada de tocino, cocida en horno de piedra, sea inmejorable.
Lo peor de todo esto es que lo sabemos. Pero cada vez que subimos una foto de una pasta de calidad aliñada con ajo, guindilla y un buen aceite de oliva las probabilidades de que alguien nos pregunte qué tal le quedarían unas gambas sean tristemente altas.
Por eso las caldeiradas de pescados humildes, como la maragota o el pinto, dejaron su lugar en restaurantes a las de merluza, luego a las de pulpo y más tarde a las de rape y bogavante. Por eso en los menús degustación encuentras poca casquería, poca legumbre, poca pasta y poca verdura local brillando por si sola. Piensa en cuántas lentejas has comido en ese tipo de propuestas. O cuántas espinacas. Y a continuación recuerda cuánta trufa. No tiene ningún sentido, como tendencia, por mucho que algún plato en concreto pueda tenerlo.
Algo pasa en nuestra cabeza que nos impide presumir de lo humilde. Un concepto como la cucina povera italiana sería aquí impensable, aunque se me escapen los motivos por los que esto ocurre. Cocina pobre. Piénsalo, aquí eso no va a funcionar nunca. Hay un cierto aroma a complejos heredados en el que no me apetece ni entrar, pero que está ahí.
Soy defensor de una gastronomía inclusiva, sin límites artificiales. Esto se traduce en que disfruto tanto de un mejillón recién abierto, cocido en su punto justo, como de unas alcachofas con trufa. Y reconozco que soy poco mitómano en este sentido y que ni la trufa, ni el foie ni los bogavantes están entre mis productos fetiche. El caviar un poco más. Pero en pequeñas dosis y por su cuenta, sin un huevo frito debajo, normalmente. Si puedo elegir, a mí déjame disfrutar de mis 15 o 20 gramos de caviar por su lado, que tampoco hay que exagerar, y tráeme luego unos buenos huevos fritos con unas patatas de fritura impecable.
Algunos de mis recuerdos gastronómicos más agradables están vinculados a los langostinos de Casa Bigote, a percebes y a erizos o a las trufas de Els Casals. Pero junto a ellos, en igualdad de condiciones, a un buen ajo mataero en Albacete, a unas filloas recién hechas comidas alrededor de la cocina de leña o a una tapa de morro frito compartida con amigos en Barcelona; al cocido de La Molinera, a las tapas de caldo de La Bombilla, a la calabaza de La Tana, a los jurelitos en Trafaría o a las crestas en salsa del Bar Caballero.
Creo que la riqueza de la gastronomía está ahí, en combinar lo excepcional con lo cotidiano y en convertir esto último en algo mágico; en haber hecho de la necesidad virtud y haber convertido ingredientes pobres, sobras y partes menos apetecibles en auténticas joyas. Si lo pensamos bien, una simple croqueta de huevo cocido es algo mágico.
Mi queja no viene por el uso de bogavantes, langostinos, gambas, foies y caviares. Al contrario. Ojalá pudiésemos todos permitirnos platos de calidad con esos ingredientes de vez en cuando. Aunque, ya lo adelanto por si hay algún despistado en la sala: no podemos. Ni por coste ni por disponibilidad.
Pero junto a ellos, ojalá diésemos el valor que tiene a unas xoubas recién fritas, a unas patatas revolconas o a un plato de garbanzos bien guisados. La combinación de estas dos vertientes es lo que convierte a la gastronomía en algo infinito y apasionante. Junto a lo excepcional, lo costoso y lo exótico está lo maravilloso de lo cotidiano, platos que nos deberían hacer estar orgullosos de nuestro legado y que nos ponen delante la riqueza de nuestra despensa, por humilde que nos parezca.
Convertir lo humilde en excepcional es una de las grandezas de la gastronomía. Convertir lo excepcional en una medalla que colgarse al pecho delante de los demás es, en contraste, una de las grandes tristezas de un sector tantas veces banalizado, capaz de dejar fuera de cuadro mucho de lo más interesante que tiene para centrarse en algo que cualquiera con el dinero suficiente puede pedir en un restaurante. O estropear en su casa, siempre que salga bien en foto.