Hazlo sin querer. Tómalo entre las manos, comprueba el peso, la ternura de la superficie. Puede ser, por ejemplo, un calabacín. O un melón. Evita la mirada de los otros y hunde ligeramente las yemas de los dedos en los extremos. Recréate en el trago de agua y azúcar que promete. No lo pienses demasiado, ni siquiera un poco: deslízalo en el carro y llévatelo a casa. Sin querer también, arráncale la etiqueta para no saber cuánto has pagado por él, para que, cuando te pregunten, puedas decir que no lo recuerdas. Inventa una oferta y créetela. Olvida su procedencia, la que viste de refilón al girar la pieza de fruta en el supermercado. Olvida, de paso, el día en el que vives, como si siempre estuvieras de vacaciones. Ríe como si fuera verdad.
Sin querer también, ignora las señales. Aprovecha que no llueve para lanzarte a la calle, ocupar una terraza. Desabróchate el abrigo y brinda a unos sempiternos veintidós grados. Regocíjate en ellos. Posa para la foto. O mejor: encuadra tu mano que agarra la copa de vino que te acaba de servir otra mano que has ignorado. Llama al chef por su nombre de pila. Cíñete a las hipérboles a la hora de comentar la experiencia. Busca rápidamente sinónimos de los verbos reinterpretar y fusionar. Verbalízalos. Describe los contrastes de sabor y de texturas como si fueras un personaje secundario en una película de Woody Allen. Di: "Umami". Percibe cómo tu interlocutor aprieta la mandíbula. Regocíjate en su envidia mientras jugueteas con el móvil. Recupera la imagen de la copa. Compártela en tu perfil de Instagram.
Un día en el que haya algo que celebrar, arriésgate con la última apertura, más aún si se trata de la nueva marca de un cocinero estelar. Evita: restaurantes con menú del día y barras sin lámparas de imitación; evita: casas de comida que prescindan de ceviches y tartares y esas otras curtidas en el asfalto; evita: plazas sin espumosos o vinos ecológicos o pan de masa madre. Observa cómo tu acompañante recorre la carta con un desdén perceptible, aunque no entusiasmado y frunce el ceño, tuerce las comisuras de los labios. Si te surgen preguntas sobre los productores, sobre las condiciones laborales del equipo o sobre su gestión del desperdicio alimentario, trágatelas sin hacer ruido. Escucha: "¿En qué piensas?". Repliégate y desvía la atención sobre la pareja que ocupa la mesa de al lado. Comenta su silencio con reprobación. Espanta el de tu mesa a manotazos.
Cuela la vista en la cocina. Cuenta uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis hombres. Deja de contar. Observa cómo la cuenta se la presentan a él. Nota que la sien te palpita y achácaselo al vino. Hazle un Bizum. Oye: "El servicio no ha estado a la altura". Escucha: un suspiro satisfecho de sí mismo, un "esta noche no ceno". Sal del restaurante dejando tras de ti una propina significativa, no porque te preocupen los sueldos, sino porque sabes que es una buena manera de que te recuerden la próxima vez que vuelvas, si la hubiera. Convéncete de que es por lo primero.
Vuelve a casa. Siente el antojo de melón. Coge un cuchillo y corta una rodaja lustrosa. Asómate a la ventana de la cocina. Observa a cada bocado cómo se descompone el invierno como un cadáver en un clima tropical. Recuerda los versos de Erika Martínez: «Pero el siglo veintiuno / el siglo veintiuno, el siglo veintiuno separa nuestras manos, y / aquello fue imposible, o eso dicen para quien se lo trague». Siente el jugo dulzón bajarte por la garganta.