Soy periodista. Mejor o peor, pero es lo que soy. Nunca quise ser otra cosa. De pequeño, decía que quería tener una librería, porque me gustaba el olor a libro nuevo. Ven, al final hay un hilo -por fino que sea- que ata y conduce nuestra vida: de alguna manera, escribir sobre olores es algo que he terminado haciendo de adulto.
Cuando yo empecé en esto, los periodistas tenían el monopolio de la información y de la comunicación. Y por supuesto, no existía internet.
Aún recuerdo cuando en la redacción apareció por primera vez, y nos enseñaban de qué iba todo eso. Supongo que nuestra cara debió ser la misma que la de los primeros que vieron como, con darle a un interruptor, toda una habitación se iluminaba gracias a la electricidad y a la primera bombilla.
La gastronomía fue lo que ahora se denomina un early adopter. Y eso tuvo sus ventajas e inconvenientes. No hay más que recordar el boom de los blogs. Yo tuve uno y, por cierto, tengo una anécdota buenísima en la que aparecen un conocido crítico madrileño y una mesa llena de críticos todos muy conocidos, ahora y entonces, en un restaurante muy muy top. Un día la desclasificaré y se la contaré.
No voy a decir que internet democratizó el acceso a la información y a la comunicación, pero sin duda rompió ese monopolio. Y no se van a creer lo que pasó a continuación: que empezamos a hablar de contenidos y creadores de contenidos y nos olvidamos de todo lo demás.
Y no es solo una cuestión semántica. Hablar de contenidos ha terminado teniendo un impacto enorme, que se ha traducido en que se valore más la capacidad de generar ingresos, la famosa monetización, de aquello que se publica, que su valor informativo, intelectual o cultural. Y ya sé que valor y precio son cosas distintas.
Un ejemplo. El otro día un amigo me puso en la pista de un canal de YouTube y me dijo, exagerando, que el tío que lo protagonizaba era “el foodie más subnormal de España” y que era “tan retrasado que será una estrella”. Claro, con este clickbait no me quedó más remedio que darle al play.
¿Y qué vieron mis ojos? Pues un pavo con un gorro de paja, con uno de estos nombres a medio camino entre lo cani y lo androide que se ponen los youtubers, que comía en Etxebarri, y que se grababa mientras se jincaba y comentaba cada plato. Casi me sangraron los ojos.
Momentos estelares, hasta donde mi paciencia franciscana me permitió aguantar antes de dejar de ver el vídeo, fueron cuando le trajeron un plato con trufa y explicó, sin sonrojarse ni nada, que “la trufa es del perigró o algo así [qué mas da]”. Claro, imagino que quería decir que la melanosporum era del Périgord. No le pregunten dónde está eso, porque no lo sabe y le da igual.
Otro fue cuando reclamaba que le deberían dejar repetir, por la cara claro, los platos del menú degustación que más le gustaban, porque las raciones eran pequeñas. Este es un clásico, no me lo negaran, del gañoterismo más recalcitrante.
Cuando escribo estas líneas el vídeo lleva más de 300.000 reproducciones. Ya les digo yo que muchos de los artículos de los que escribimos aquí llegan al 0,5% de esa cifra. ¿Y saben por qué? Pues porque somos tan buenos que no nos lee ni el tato. Porque no somos un contenido. Hoy una amiga me decía que no escribamos nada. Que hagamos vídeos o un podcast, que la gente no tiene tiempo, ni paciencia para leer.
¿Saben lo que gana ese youtuber? Pues Socialblade dot com le calcula unos ingresos mensuales, solo en YouTube, entre los 600 y los 10.000 euros. Tiene casi 195.000 suscriptores y sus vídeos acumulan casi 40 millones de reproducciones.
Y mientras, conozco a jóvenes periodistas gastronómicos más formados, con más conocimientos, que sí saben dónde está el Périgord y que escriben artículos maravillosos por 25 miserables euros. Y a mí me revuelve las tripas, y a eso me refiero cuando digo que hemos banalizado la comunicación gastronómica.
No se equivoquen, quizás no soy el más digital de los periodistas analógicos, pero entiendo que las cosas han cambiado. Como le dijeron a ese candidato a la presidencia de Estados Unidos: It’s the economy, stupid.
Pero una cosa es que lo entienda y otra que no me joda. Entiendo que si lo que ustedes consumen -otra palabreja del nuevo ya no tan nuevo paradigma- son vídeos de YouTube y contenidos en Instagram, pues es nornal que el señor Perigró gane un dinero haciéndolos, y que lo que yo hago tenga la repercusión que tiene.
Aunque creo que tiene que ser perfectamente posible ganar dinero en el mundo digital haciendo comunicación gastronómica de verdad, no puro entretenimiento, pero también sé, por experiencia propia, que es mucho más difícil, lento y que al final siempre vas a ganar mucho menos que haciendo solo contenidos. Quizás solo falten editores e inversores dispuestos. Ahí queda el reto.
Alguien dijo que la gastronomía necesitaba de un público culto. Se equivocó: por lo visto solo necesitaba una audiencia, como el cine, las variedades o el circo. En todo caso, quizás -solo quizás- ese sea también parte del problema.
En España las grandes transformaciones siempre se suceden las unas a las otras de forma violenta. Durante todo el siglo XIX y parte del XX, los cambios políticos vinieron después de la asonada militar de turno. En lo gastronómico, hemos pasado de las sopas de pan duro y a ser insignificantes a las aceitunas esferificadas y a creernos el centro del mundo, todo, sin solución de continuidad.
Tampoco se piensen que soy un nostálgico. La nostalgia es una mierda y una cárcel. Una batalla perdida, me decía alguien el otro día. Ni es que crea que los Perigró de este mundo no tengan derecho a existir. Me conformaría solo con que la cosa no estuviera tan absolutamente descompensada, y que no lo dejaramos todo siempre en manos del mercado.
Walter Benjamin escribió que "el olor es el refugio inaccesible de la memoria involuntaria. Si el reconocimiento de un aroma tiene, antes que cualquier otro recuerdo, el privilegio de consolar, tal vez sea así porque adormece la conciencia del paso del tiempo”. A veces pienso en dejar la pluma en el tintero, para no volverla a empuñar nunca más, y que quizás hubiera sido mejor tener esa librería cuyo olor me fascinaba de pequeño.
Luego se me pasa y me digo: ¡It’s gastronomy, stupid!
PD.- El título de esta artículo es todo mérito de Carmen Alcaraz del Blanco. Ella sabe por qué.