Grimod de la Reynière incluyó en su almanaque fundacional su "rôti sans pareil", una receta a modo de muñeca rusa en la que una avutarda contenía hasta dieciséis aves más, cada una rellena de otra, hasta llegar a la última de todas, la curruca, en cuyo inalcanzable interior se hallaba una aceituna preñada de anchoa y alcaparra. Por supuesto, todo ello se colmaba a su vez de hortalizas, especias, grasas y chacinería variada. Nuestra Navidad es como ese asado: tan copiosa como ecléctica. La tradición cristiana es la avutarda, lo visible, henchida de símbolos y tradiciones que recogen creencias más antiguas o lejanas; pero la anchoa y la alcaparra siguen ahí.
Como la filosofía, la ciencia y el fútbol, la Navidad comenzó con los pies en la tierra y la mirada en el cielo. Eso sí, nadie la llamó como tal. Antes de adorar al niño, se honró al sol y a sus hijos, dioses nacidos en escenarios humildes durante el solsticio de invierno y renacidos para corroborar su misterio y su poder. Cada pueblo desarrolló sus ritos y sus mitos, pero todos compartieron su fascinación por el astro rey y el anhelo por una cosecha siempre mejor. La agricultura como principio, como fin y como manillas del reloj eterno y externo.
Los indoeuropeos hacían la pelota a la Madre Naturaleza enalteciendo un abeto, un roble, un fresno o un pino, ahí cada cual lo que tuviera a tiro. A lo largo de la cordillera pirenaica se prefirió vanagloriar los troncos, como en Twin Peaks, condenados algunos a arder en hogueras regeneradoras como las que rememoran ídolos germanos, alpinos, nórdicos e incluso vikingos, como la cabra Yule o el Krampus, recuperados por los amantes del folk horror. O a las malas, una ramita de muérdago o acebo, apreciado por celtas y también por romanos, quienes durante sus saturnales daban descanso a todos los oficios, menos al de cocinar. Para estos no había fiesta sin banquete opíparo, las cadenas de la esclavitud pesaban un poco menos, se intercambiaban regalazos como jarras de miel y se llevaba a cabo la sportula, antecedente del lote que hoy consideramos en extinción.
Las bolas de cristal que cuelgan en ramas, espumillones o chinchetas recogen el testigo de las piñas piñoneras y manzanas que apelaban a la fertilidad. Papa Noel no siempre fue un rider con chaqueta roja; para algunos fue un obispo, para otros un gnomo y para los holandeses, un español que no llegaba en trineo, sino en barco, como la Virgen del Carmen. Los turrones no eran de patatas fritas ni de mojito, sino de almendra y aún hoy se discute si su origen es griego, patricio, almorávide, almohade, árabe, indio o de Narnia. Igual que el mazapán conventual, esa bombita celestial que daba más alas que un Red Bull a enfermos, peregrinos y melancólicos. Los mantecados son más recientes, al menos su fórmula estepeña, firmada por una de las primeras empresarias de España, Micaela Ruiz Téllez "La Colchona", que aprovechó los trayectos constantes de su marido para que le vendiera el género, por aquello de "dónde vas tú con las manos vacías". Como recientes también son las uvas, el cava, los playmobil en el pesebre o el panettone que roba portadas al roscón.
La Navidad es una masa madre que ha sobrevivido a creencias, inquisiciones, guerras, hambrunas y epidemias. Tras milenios de ritos, mitos, palmitos y chupitos, podemos relajarnos ante su pervivencia: no necesita ser salvada por nadie. La Navidad no se crea ni se destruye, solo se transforma. Aquí los únicos que estamos en peligro somos nosotros.