La cafetera asesina

Artículo de Albert Molins
El 14 de diciembre se celebró la gala Michelin, y con la que está cayendo quizás no era en absoluto necesario.
Por Albert Molins
23 de diciembre de 2020

El otro día casi muero. Faltó poco para que fuera mi último día. Creo que desde esa vez que me atraganté con un trozo de filete de ternera mientras leía -paradojas de la vida- La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez de José Antonio Marina, nunca había visto la muerte tan de cerca. Ni mi propia estupidez, digámoslo todo.

Estaba desayunando en el Royal. A pesar del frío helado de principios de diciembre, me había sentado fuera, en la mesa que hay pegada a la cristalera. Ya había dado cuenta de mi medio de chorizo gallego picante y esperaba mi café.

De repente, estruendo de máquina de tren de vapor al detenerse, como en las pelis del Oeste; clientes -pocos a esa hora- saliendo despavoridos del bar; Celso -el dueño- largando a todo el mundo y tratando de que la cafetera no explotara abriendo cuanta válvula o manubrio tuviera ese aparato convertido, momentáneamente, en arma de destrucción y apocalipsis.

¿Y yo? Pues de pie, con la nariz pegada en la cristalera -la inteligencia fracasada de nuevo- observando las operaciones de Celso. Si la cafetera llega a explotar, ninguno de los dos lo hubiera podido contar.

Una vez Celso hubo contendio el riesgo de explosión, con la eficacia de un miembro del equipo de emergencias de Fukushima, salió a la calle maldiciendo en su mejor gallego de Vigo y del Celta.

Quizás fuera la hora mañanera o el frío o que no andaba yo -como ha quedado demostrado- muy espabilado, pero no entendí muy bien tanta queja y lamento. A fin de cuentas -como se suele decir en toda catástrofe que termina bien- no hubo que lamentar víctimas mortales ni heridos. Yo me quedaba sin mi café con su chocolatito, eso estaba claro, pero ante lo que pudo haber sucedido y no fue, eso era una nadería.

Celso se quejaba, por encima de cualquier otra cosa, de que iba a estar todo el día sin poder servir cafés, hasta que alguien viniera a reparar o a sustituir la cafetera que casi me (nos) mata. Así de entrada me pareció que exageraba un huevo. Leche calentita en el microondas, infusiones, refrescos, cervezas, vino, agua con gas y sin, zumitos… Un universo de posibilidades para sus clientes.

“Imagínate… Un bar sin café…”, me dijo Celso. Pues tenía y tiene razón. Una cuestión de modelo. Si algo deja margen en un bar es el café. Y entras y te pides un café, en una de sus millones de variantes, y luego ves esas madalenas o la carta de bocatas y te animas, y lo que tenía que ser un gasto de euro y poco, se convierte -gracias al café- en otro de cuatro o cinco euros. Y así sobreviven miles de locales en España. Esa es la hostelería real, para la que la avería de una puñetera cafetera puede ser una debacle, si no se soluciona rápido (Spoiler: Celso tuvo la suya arreglada en menos de tres horas).

Sin duda. Están siendo tiempos duros para la restauración, para toda en conjunto. Tengo un amigo cocinero y propietario que me contaba que cada mes cerrado son 13.000 euros que palma. Y sin embargo, entiende que estarían mejor cerrados si se les pudiera compensar lo que dejan de ingresar, y que mantiene el aforo al 30% de forma estricta -hola quejicas que después hacéis lo que os sale de los huevos- y que ha invertido para hacer su local seguro para sus clientes.

De todas formas, si Celso reaccionó como lo hizo ante el estropicio de la cafetera es fácil de entender que hay modelos de negocio que viven más al límite que otros. Como estos bares cuya supervivencia -en Barcelona los hay a puñaos- se basa en vender cervezas a un euro. Uno entiende rapidito que para ganarte la vida así, tienes que vender muchas, y que la tentación -de nuevo sin una solución a la alemana- de tener una terraza repleta, sin respetar distancia entre mesas y otras recomendaciones, es enorme. Ojo. Una cosa es que lo entienda y otra que me parezca bien.

La hostelería real e importante -y lo siento porque ahí había gente a la que respeto mucho- no es la que se reunió en el hotel Majestic -un hotel de mi ciudad- para exigir que se les permitiera abrir inmediatamente, por mucho que recibieran entonces -como de costumbre- todo el foco mediático. ¿Y para qué? La sensación es que las condiciones de la reapertura, pocos días después, hubieran sido las mismas sin sus reclamaciones. Y ya les digo que a los Celso de este mundo, los del Majestic -representantes de la restauración excepcional y que sin duda tiene su importancia- se la sudan bastante. A ellos, que les vengan a arreglar la cafetera lo antes posible, por favor.

Y si quieren hablamos de los miles de trabajadores que, en el mejor de los casos, siguen en un erte y que no saben si algún día volverán a trabajar o de los que -en el peor- se han quedado sin empleo porque sus empleadores no han vuelto a levantar la persiana porque -pongamos por caso- su negocio se basaba en el turismo y, claro, este ha volado, lo que tampoco fue un obstáculo para que el dueño dejara socios empantanados y él de vacaciones a, no sé, ¿Portugal?

Este año hay cosas que no tocan. No nos podemos abrazar, ni vernos, ni besarnos. Tampoco podremos celebrar la Navidad como solíamos. Pero el próximo 14 de diciembre se celebrará o se habrá celebrado -no sé cuándo leeran ustedes esto- la gala de las estrellas Michelin. Y cuando toque, imagino que tendremos nueva lista de The 50 Best. Y a mi me parce un mal chiste. Y una falta de respeto hacia Celso y su cafetera casi asesina. Ya me entienden.

Con la que está cayendo, seguir pensando en lo que los anglosajones denominan restaurant culture en términos de exclusividad me parece feo. Pero, show must go on and business as usual. Tampoco sé, después de que los restaurantes se pasaran toda la primavera cerrados, algunos hayan estado un mes más sin recibir clientes en otoño y haya aún lugares donde no pueden abrir, qué coño van a valorar los inspectores este año. Cada estrella o bib gourmand que se pierda será una puñalada de descrédito. No tendrán valor, ¿verdad?

Bueno. Qué más da. A Celso se la sudan las estrellas y a su cafetera más.