La cocina, al menos la cocina de la que se habla y se escribe, es cíclica, ¿no lo son todas las modas, en realidad? En 12 o 13 años hemos pasado de una cocina que alardeaba de lo técnico, lo tecnológico y lo conceptual a recrearnos en lo primario, en la brasa, el fuego y las curaciones. Y bien está que así sea porque todo eso, una tendencia, la otra y las que vendrán a continuación, va dejando un cierto poso, algo que, una vez superada la moda y abandonada por la siguiente, permanece.
El problema no está ahí, en mi opinión. El problema radica en algo que tiene que ver también con las modas: la reacción. Ya no es que se abandone una moda, es que se reacciona contra ella, se demoniza, se convierte en ejemplo de lo que no debería hacerse. Así que, con el paso de los años, aquella cocina tecnificada y reflexiva pasó a verse, en buena manera, como algo desfasado, algo de lo que alejarse, del mismo modo que en los 80 no te ponías pantalones de campana y en los 90 no te ponías una chaqueta de cuero rojo a lo Michael Jackson en Thriller, porque ya no tocaba.
Y no es que en ocasiones no se haya caído en excesos. Es lo que tienen las modas: están quienes las crean, quienes las siguen y quienes no las entienden y, a fuerza de replicarlas sin mucho sentido, acaban por extenuarlas.
Eso es exactamente lo que está ocurriendo en la actualidad. Hay técnicas, productos, conceptos y discursos -sí, discursos- que están de moda y a los que se recurre a veces en exceso, corriendo el riesgo de caer en la caricatura. Hablo, por ejemplo, de aquello que hemos escuchado más de una vez en los últimos años de “yo lo que quiero es cocinar rico, sin discursos ni historias”.
Eso, expresado de esa manera, aparte de ser una ramplonería, es falso. Porque al decir que no quieres hacer nada más que cocinar rico estás tomando partido, estás excluyendo unas opciones y decidiéndote por otras. Estás presentándote ante el mundo de una manera concreta. Y eso, nos guste o no, es adoptar un discurso. Un discurso, además, que demasiadas veces gira alrededor de la moda imperante, aunque sea un discurso que se viste de anti-discurso. Quiero cocinar rico, sin más, y lo hago, casualmente, a través de lo que está haciendo tanta gente al mismo tiempo que yo: la brasa, el humo, las maduraciones, los fermentados y la reivindicación de que ahí detrás, en realidad, no hay un hilo rector más allá de lo sabroso.
Eso es tener un discurso, aunque sea un discurso replicado de manera casi inconsciente. Lo que ocurre es que es un discurso vacío, que suena a ya visto. No es que muchos de esos elementos a los que ahora recurre quien huye de eso tan temido de tener un discurso no sean interesantes en origen. Es que en muchos casos dejan de serlo a base de sobarlos.
¿Qué tiene de malo hacer una cocina con discurso? No hablo del discursito vacío al que aludía De Jorge hace años dando en el clavo, esa pose autoconsciente de aparente reflexión que se quedaba muchas veces en obviedades y miradas intensas al infinito. Hablo de hacer las cosas por un motivo, de tomar decisiones razonadas y de seguir una línea coherente, ¿qué hay de malo en eso?
Tengo bastante claro que cualquier trabajo tiene que ser fruto de la reflexión y de la toma de decisiones y de posicionamientos, tiene que tener un hilo, una argumentación. La alternativa es el equivalente a dar golpes a ciegas a una piñata, a ver qué cae. La cocina debería ser consciente de sí misma y de sus circunstancias. Y el profesional de la cocina, como cualquier profesional de cualquier ramo, debería pensar sobre lo que hace, cómo lo hace y por qué lo hace así. Esto lo podemos decir así, con un párrafo, o resumirlo diciendo que un cocinero debería tener un discurso, que viene siendo lo mismo, aunque hayamos demonizado la expresión.
Una cocina, para ser interesante, debería hablar de quién la elabora. Personalmente me gustaría que me hablase del lugar, de las alianzas del cocinero con productores, de la temporada, de la historia del local. Todo eso, que puede hacerse sin pedanterías, es un discurso, un posicionamiento consciente que aporta valores añadidos al plato, pero también a su entorno y al ámbito culinario en general. No hace falta ponerse muy serio y usar palabras caras para hacerlo. Lo único que se necesita es no quedarse en la superficie.
A partir de ahí, cada uno decide si explicita esa reflexión, si la hace pública y presente en la experiencia del comensal o si la deja en segundo plano, como las costuras de un traje que hacen que todo se mantenga en su sitio aunque no siempre resulten visibles. Personalmente tiende a parecerme mucho más interesante lo segundo. Más elegante. Hay excepciones, por supuesto. Hay casos en los que esa reflexión es tan interesante, tan original que merece compartir el primer plano.
Sea cual sea la opción, lo que no deberíamos olvidar es que una comida es una experiencia, es mucho más que comida más o menos apetecible puesta en un plato. Para quien la prepara es su forma de intervenir sobre la materia prima, pero también sobre el hecho de cocinar; para quien la disfruta suele ser un esfuerzo económico y de tiempo. Es alguien que ha guardado horas -a veces, incluso, un día completo. A veces más- y dinero para ir a comer aquello. No va sólo a ingerir alimentos agradables. Va a disfrutar de la experiencia: del plato, por supuesto, del contexto, de la compañía, del ambiente, del lugar, de la atmósfera, del placer de tener unas horas libres, de un momento que quizás sea particularmente significativo para él, de conocer el trabajo de alguien a quien tal vez admira. No, no se trata sólo de comida rica.
Por eso, si asumimos que, nos guste o no, cualquier cocina, como lo que escribe un escritor o lo que talla un escultor, tendrá siempre un discurso detrás, lo mejor es asumirlo, hacerlo nuestro y defenderlo con coherencia. Sin caer en el temido discursito, en la pose vacía y en la gesticulación innecesaria, pero entendiendo todos los elementos que convergen alrededor de un plato y de la experiencia del cliente. Porque ahí está la diferencia entre la cocina entendida como un simple servicio y la cocina como un hecho cultural relevante.