No hay duda. Es claro, por obvio, que Dios no puso a cocinar a Adán y Eva en el Paraíso. Allí no cocinaban ni nada parecido. Tampoco iban al mercado los sábados, ni eran cocinillas de fin de semana. Ni una mala BBQ los domingos, al parecer. Nunca se ha sabido a qué dedicaban su tiempo libre, que era todo. Ni siquiera hoy día en la Wikipedia se explica. En realidad, allí nunca pasaba nada ni se cocía nada. ¡Puaggh, vaya muermo!
Menos mal que luego todo cambió por mano del diablo y su serpentina y magnífica manzana. Gracias a ese sensual bocado de Eva que dejó marcados para todo el futuro sus dientes en la fruta y en la cabeza de Steve Jobs, hoy somos esos raros animales que cocinan. Claro, que a la pobre Eva y al género femenino no les salió gratis pues les cayó la del pulpo y ha venido hasta hoy pagando el pato -a la manzana- de su golosa osadía con el castigo divino-histórico de haber tenido que cocinar en las cavernas-casas de los hombres sin puñetera opción alternativa ni reconocimiento ni sueldo. Y mucho cuidadito ¡ehhhh! Que si aquello no estaba como ellos mandaban, las zurraban la badana; y si aquel día el torpe del varón no había sabido cazar, no había encontrado trabajo o se había cogido una cogorza del siete y no había nada que llevarse a la boca, las calentaban y eran el foco de su ira patriarcal. Y si por casualidad se les había ido la olla y se habían apañado para sacarse de su magín una receta nueva que aprovechaba hasta el último matojo y casquería, ¡uf!, no te digo trigo, primero las volvían a cascar y luego, a la hoguera con ellas, por brujas creativas, que hacerse un ferránadriá en aquel entonces estaba muy mal visto del tó. Condenadas y malditas por los siglos de los siglos, amén. Pero bueno, dejémoslo estar aquí que eso parece estar consabido ya, masticado y en aparentes vías de digestión. A ver para cuándo nos deja de chiflar el orto. Además, no es el tema que toca hoy. ¿O sí?
Volviendo pues al caso, digamos que ni Dios, ni Jesucristo ni el Espíritu Santo, en trinidad, parejita o por separado, pisaron siquiera la cocina ni metieron las manos en la masa: nunca supieron freir un huevo; jamás descabezaron ni despiezaron un pollo; en la vida, terrera o celestial, se marcaron un potaje; ni, por olvido siquiera, tuvieron intención de currarse unos boquerones en vinagre, aunque al vinate sí que le pegaban… y así ad eternum. Por cierto, tampoco a la virgen se la vio nunca mancharse las manos fregando los platos ni los cacharros.
Pero claro eso no hubiera tenido sentido alguno siendo, como era, inmaculada. Pues aunque la virginidad no esté ausente de la cocina, si que es absolutamente cierto que está reñida con ella -de ahí que las púberes no quieran saber ni flagüers de la cocina y que, después, la mayonesa se corte con la regla, como todos sabemos-, pues si bien son muchos los productos que se pueden ingerir tal cual nos los regala la naturaleza, más verdad es que la intervención de la mano humana, de la mano de la cocinera/o, es la que caracteriza la cocina, y al hacerlo se pierde toda virginidad sin duda alguna.
Así pues, concluimos que Satán es el obrador de la cocina y su alma pater y la mujer la obrera y su alma mater. La cuestión queda clara: todo lo bueno que nos ha dado la cocina, que nos ha dado tanto, se lo debemos a las “Lucys”, es decir, a Lucifer y a las mujeres, así que levantémosles ya la maldición ancestral que pesa sobre ellas, que ya es hora, y alabémosles el gusto y el curro: benditas sean.