Como esas personas tan irritantes que hablan de ellas mismas en tercera persona, voy a entrecomillarme a mí misma para recordar algo sobre lo que escribí hace un par de años en este mismo espacio de opinión. (¡Un par de años ya!). "Las manos culinarias de nuestras madres y abuelas, que saben como nadie lo que significa comer bien y alimentarse bien. Porque para ellas no hay diferencia entre un acto y otro". Esto decía yo en octubre del 2020 cuando hablaba de mi infancia y de cómo muchas veces me he sentido huérfana de paladar al pensar que, a diferencia del resto de los mortales, yo no tengo ningún plato que me recuerde a mi niñez. Mi conclusión, sin embargo, no fue para nada dramática, sino todo lo contrario; "mi infancia fue brutalmente feliz. Afortunada, bien alimentada, llena de amor y feliz. Muy feliz", concluía.
Volver a este artículo no ha sido casual, como tampoco mi necesidad de darle una vuelta de tuerca tras una conversación que mantuve con mis padres hace un par de semanas mientras veíamos una película. En una escena, aparecía una madre, entre el caos y el desorden de su inmensa cocina con isla americana, enseñándole a sus hijos (chico y chica) a preparar su plato estrella y les contaba cómo lo había heredado de su madre, y esta de su madre y así generación tras generación.
Mientras la receta estaba en marcha, la madre rescata de la despensa el gran libro de recetas familiar. Como no podía ser de otra manera, la cubierta tiene la típica capa de polvo que en el cine le impregnan a cualquier objeto de valor y recorrido histórico incalculable. La madre sopla delicadamente para retirar esa polvareda, lo abre con cuidado, acaricia las hojas de aspecto centenario y se las muestra a los pequeños. – "¿Tengo que aprender a hacer estas recetas, mamá?"-, pregunta la niña. –"¡Claro hija, tu abuela estaría orgullosísima de ti!"-, le responde la madre con cara de rancia. A su hijo, en cambio, le dice que no se preocupe porque para él su abuelo también le había dejado una valiosa herencia en forma de cromos de colección. El niño respira tranquilo, hasta aliviado, por no tener esa presión. Esa herencia culinaria que por imposición va de abuelas a madres, de madres a hijas. De mujer a mujer. En femenino y no en masculino.
Siguiendo con tal peliculón, al final los tres se abrazan felices y satisfechos porque cada uno tiene su cometido claro en la vida. La receta sale deliciosa y, casualmente, llega el cabeza de familia para cuando la mesa ya está lista. Qué felicidad, qué horror. Todo mal, fatal. Sobre todo teniendo en cuenta que la película se rodó en este siglo. A mis padres, sin embargo, no les saltó ninguna alarma pero mi cara era un poema y entonces, lancé la pregunta: -"Mamá, ¿qué platos has heredado de la yaya?"-. Me los enumeró, y creo que la sopa de ajo era uno de ellos. La misma pregunta le lancé a mi padre, quien automáticamente desvió la mirada hacia mi madre como un claro "pasapalabra". Claro, ella conocía mejor la cocina de su suegra, porque era cosa de mujeres. De abuelas a madres, de madres a hijas, de suegras a nueras. Por supuesto, también se los sabía, y me los detalló. Creo que los arroces eran los platos estrella de mi abuela paterna.
Y entonces vuelvo a mí, y me doy cuenta de que a pesar de haber rescatado en mi memoria algunos de esos platos, en ningún momento los consideraba como una herencia que debiera conservar. Ni siquiera como creaciones que, en sí mismas, tuvieran que definir lo que fueron mis abuelas ni lo que es mi madre. De ella podría decir muchos platos que borda (mi madre es una magnífica cocinera), pero nunca los he considerado como un legado que yo deba tomar. Ella es ella, yo soy yo. Su cocina me ha dado, me da y me seguirá dando muchísimo, pero no siento que eso deba conservarse por una ley no escrita en femenino. ¿No sé cocinar ninguno de los platos que hace mi madre? Probablemente sin su ayuda, no. ¿Y qué voy a dejar yo? ¿Qué recetas son las mías? ¿Quizás ninguna? Quizás, y no veas la presión que se quita una de encima porque las herencias, culinarias y de cualquier tipo, todos sabemos cómo acaban.