Hace unos días leía una intervención de una conocida cocinera —da igual el nombre, no se trata de personalizar aquí— en radio en la que afirmaba que las comunidades de su país deberían estar agradecidas por el hecho de que los cocineros estén mostrando su riqueza (gastronómica) en el exterior.
Lo comenté en Twitter, dejando ver que tal vez tendría algo que objetar a esa afirmación. Y lo único que conseguí fue el silencio, uno de esos poquísimos tuits en los que no se consigue ni una interacción. Nada. Cero, cosa que solamente logro cuando trato de cuestionar alguna afirmación de alguien de reconocido prestigio en el sector.
Pero, en fin, este texto no pretende hablar de mi vida en redes sociales, como tampoco trata de esta cocinera en particular, sino sobre la necesidad de asumir la gastronomía como un patrimonio cultural y, desde esa perspectiva, aprender a gestionarlo de una manera eficiente.
Entiendo la posición de esta persona, que conste: ha recogido y catalogado una serie de técnicas y conocimientos y está desarrollando un trabajo a partir de ellos. Estupendo. Con eso, además, está dándole una mayor visibilidad. Fantástico. Puede, incluso, que genere algún trabajo y cierto movimiento económico en los grupos en los que esos conocimientos se desarrollaron. Magnífico. Al mismo tiempo, sin embargo, está descontextualizándolos en cierta medida, mercantilizándolos y poniéndolos a disposición exclusiva del porcentaje ínfimo de la población que pueda pagarlo.
Y aquí está el riesgo. ¿Qué visibilidad se da al patrimonio cuando se elitiza, cuando se convierte en un bien de consumo desvinculado de las comunidades que le dieron origen? ¿Qué beneficios —más allá de los económicos para quien los utiliza, que son evidentes— genera este patrimonio cuando sus usuarios son fundamentalmente turistas y minorías adineradas y cuando esto excluye a las sociedades o a los grupos que les dieron forma y que son sus legítimos depositarios?
La complejidad de las sociedades en las que conviven diferentes grupos culturales lleva a que el conjunto de las mismas, el país entero, pueda sentirse partícipe de bienes culturales —platos o técnicas, en este caso— que pertenecen en esencia a uno de esos grupos. Esto es así, en parte, ya que el país en su conjunto debería ser garante de su preservación, pero exige que se trabaje desde una especial sensibilidad para no desvirtuar, para no despojar y para no apropiarse. Más aún cuando en este proceso entran en juego grupos particularmente vulnerables o en riesgo de exclusión y, al mismo tiempo, por el otro lado, intereses económicos nada desdeñables.
Las culturas son ecosistemas complejos y extremadamente delicados. Son medios particularmente sensibles cuando se ven enfrentados a situaciones de desigualdad. El patrimonio cultural puede ser un bien de la humanidad en su conjunto y también del país o de la región en el que aparece, pero lo es, sobre todo, del grupo en el que surge.
Esa relación entre el bien y el grupo es esencial para que el primero no pierda parte de sus valores y el segundo parte de su patrimonio. Que la Torre Eiffel trasladada pieza a pieza a Las Vegas perdería buena parte de su significado es algo que más o menos todos entendemos. Lo mismo ocurre con una elaboración culinaria desarrollada por una comunidad indígena apenas contactada en el Amazonas peruano si se traslada a la mesa de un restaurante en un barrio céntrico de Lima y se sirve dentro de un menú cuyo precio equivale al salario medio en el país.
El patrimonio sólo tiene sentido pleno en su contexto y, en principio, deben ser las sociedades o grupos en las que se origina quienes lo gestionen y quienes se beneficien en primera instancia de él. Cualquier proyecto que no parta de este supuesto, que se implemente desde fuera y dejando a esos grupos en un papel secundario, cuando no al margen, corre el riesgo de convertirse en un ejercicio de apropiación cultural y, lo que es aún más grave, en un riesgo para la pervivencia del bien en cuestión.
Incluso cuando se actúa desde la mejor de las intenciones —cosa que no dudo que ocurra en el caso que da origen a este texto y en tantos otros— se corre el riesgo cierto de distorsionar, de introducir cambios de consecuencias imprevisibles. Del mismo modo que ocurre con los grupos humanos no contactados, a los que, aún actuando de buena fe, se puede causar un daño irreparable simplemente con acercarse, tratar de llevarles medicamentos, comida o alfabetización, el patrimonio cultural, y en este caso la gastronomía, es esencialmente una suma de equilibrios delicados que podemos quebrar si nos acercamos sin ser conscientes de lo que estamos haciendo.
Cualquier estrategia alrededor del patrimonio cultural, en este caso gastronómico, de grupos vulnerables debe tener a estos grupos en su centro si no quiere caer en el colonialismo cultural que no por bienintencionado deja de serlo en cierta medida.
El desequilibrio social es algo que debemos tener muy presente cuando se desarrollan herramientas de gestión. Es necesario trabajar desde el sentido común, desde las estrategias especializadas para evitar daños irreparables, trivializaciones, apropiaciones o lo que podemos llamar reasignaciones significativas, es decir, hacer que un plato, una técnica o una receta que tenía un sentido en el grupo en el que se desarrolló acabe por perderlo para convertirse en otra cosa y viéndose así devaluado como patrimonio cultural.
El patrimonio gastronómico americano es casi infinito y está, en buena medida, pendiente de documentar, de catalogar y de proteger. El trabajo de algunos cocineros en las últimas dos décadas se ha convertido en una herramienta poderosísima en ese sentido al conseguir dar visibilidad y hacer consciente a una parte de la sociedad de la importancia de ese patrimonio. Eso es algo que ocurre en Brasil, en Perú, en Colombia, en Bolivia o en México, que está cambiando la manera de entender la cocina, no sólo en América sino en todo el mundo, y que debemos reconocer y agradecer.
En ocasiones, sin embargo, esta misma intención puede implicar riesgos si no se enfoca de una manera consciente, planificada y estratégica. Cualquier cocinero de alguno de estos países tiene el derecho —quizás, incluso, en cierta medida también el deber— de ayudar a visibilizar, pero en el momento en el que lo hace debe ser consciente de lo delicado del patrimonio que tiene entre manos.
Tal vez, en ese sentido, ayudaría que se cambiase el punto de vista: ¿Son los grupos en los que nace ese patrimonio gastronómico quienes deberían estar agradecidos al cocinero que lo da a conocer al mundo o son los cocineros quienes deberían estar agradecidos a esos grupos por haber dado origen y haber preservado un patrimonio que nos enriquece a todos y, desde esa perspectiva, ayuda a mantenerlo de cara al futuro preservando su integridad?
Al final, como en tantas otras cuestiones relacionadas con la gastronomía, se trata de una cuestión de enfoque: de entender la gastronomía esencialmente como un patrimonio cultural o de asumirla, en primer término, como un bien de consumo, como un motor económico o como un generador de flujos turísticos. Por eso la batalla que hay que dar es la de la cultura, la que carga de significados a un plato, una elaboración, una técnica, una receta o un ritual desarrollado alrededor de los mismos y lo convierte en mucho más que en su valor de mercado.