Los que vamos teniendo una edad hemos tenido que acostumbrarnos a las crisis por la vía de urgencia. No es que los que vienen detrás lo tengan mejor, pero ellos se han criado profesionalmente en este contexto y, aunque no creo que eso consuele a nadie, al menos no añoran un tiempo pasado que en algunas cosas quizás sí que fue mejor.
¿Hemos olvidado aquella época en la que se hablaba de alguien mileurista casi con lástima? Fue hace casi 20 años, antes de que el mundo explotara por primera vez ante nuestros ojos. Y no es que en estas dos décadas no hayamos mejorado, es que hemos ido hacia atrás. Mucha gente -del sector gastronómico, pero también trabajadora de medios de comunicación, por citar únicamente dos que nos resultan próximos- se alegraría hoy si pudiera tener la certeza de que va a ganar ese dinero los próximos 12 meses.
Los que crecimos laboralmente en el mundo anterior a la gran explosión creíamos que teníamos aseguradas cosas, que el crecimiento era algo que podíamos dar por garantizado, que si trabajabas bien tenías una cierta seguridad garantizada. La tontería se nos quitó de golpe. Pero como somos unos optimistas, a partir de 2014 empezamos a pensar que tal vez ya había pasado todo, que volveríamos a vivir como antes.
El ser humano es un ente fascinante que se empeña en creer en cuestiones indemostrables, así que aunque en 2015 no volvimos a vivir como antes, cuando la realidad nos volvió a dar en los morros en 2020 lo que nos mantuvo cuerdos, más o menos, fue esa esperanza de que, ahora sí, cuando todo pasara las cosas, nuestras cosas, volverían a ser como las habíamos conocido. El mantra de la vieja normalidad.
Y no, no han vuelto. Como tampoco volvieron la vez anterior. Aún seguimos con un pie en la pandemia -54 fallecidos ayer. Acordaos de la que montamos cuando en marzo de 2020, cuando no sabíamos nada de la que se nos venía encima, hubo 10 muertes en una semana-, pero ya vamos viendo que las cosas no serán iguales cuando pase.
Y, ahora que aún estamos viendo cómo salimos de esta, por el horizonte asoma la siguiente. Nadie lo está diciendo claramente, pero la electricidad está disparada y no va a bajar próximamente, la gasolina está en máximos históricos, las materias primas no dejan de subir, hay escasez de coches, de regalos para Navidad, de bebidas alcohólicas, de baterías para dispositivos electrónicos. menos vuelos y mucho más caros, se habla de cobrar el uso de las autovías… Con lo que hemos aprendido en los últimos 15 años igual deberíamos empezar a atar cabos, que en 2008 y en 2020 tampoco iba a pasar nada y aún me dan sudores fríos al pensar lo que vino a continuación.
Ocurra esto o no ocurra, que tampoco quiero pecar yo de agorero, lo que está claro es que estamos asistiendo a una serie de fracturas. Sociales, geopolíticas, económicas. Y también en cuanto a hábitos y percepciones, que son las que me interesan en este caso, porque afectan también a lo gastronómico.
El sector se ha visto sometido a toda una serie de tensiones extremas en estas crisis sucesivas. Y creo que eso ha llevado a la aparición de nuevas dinámicas: la gente sale más, pero gasta menos; las cancelaciones, los no-show, las reservas de última hora, las dificultades para encontrar personal y toda una serie de otras cuestiones que todos conocemos.
Junto a ellas hay, me temo, una cuestión de percepción. La riqueza se ha redistribuido, ensanchando la distancia entre una minoría más adinerada y una mayoría cada vez más amplia con problemas para llegar a final de mes, así que aquello que un conocido cocinero afirmó en televisión allá por 2008, “qué español no va a un restaurante estrellado un par de veces al mes”, nos resultaría hoy dolorosamente ofensivo porque pertenece ya a la esfera de lo mitológico en la que parece que vivimos en aquella época de la burbuja.
Esa polarización económica ha llevado, entre muchas otras cosas, a que cada vez más gente desconfíe abiertamente de la alta cocina, sea esta lo que sea a estas alturas. Una alta cocina que en muchos casos (no en todos) ha decidido alejarse, aunque fuese a veces bajo la apariencia de una popularización y un regreso a la cocina de nuestras abuelas, del entorno en el que se desarrolla.
Es algo de lo que ya he hablado aquí en otra ocasión y uno de los grandes fracasos que hemos tenido. Algo que hace que, como sector, nos empeñemos cada día en agrandar esa desconfianza. Soy consciente de que la alta cocina es, por definición, excepcional y eso implica, me temo, que no pueda resultar económica. Pero de ahí a meter la directa, lanzarse en brazos del turista foráneo y del dinero institucional olvidándose del cliente de proximidad hasta que vienen –y a veces vienen- mal dadas, hay un trecho.
Pero hoy no venía a hablar de cocineros o de restaurantes. Venía, en realidad, a centrarme en la parte divulgativa de la cuestión ¿Qué sentido tiene, tal como está el patio, que la inmensa mayoría de los que escribimos sigamos escribiendo casi siempre sobre esos 30-40 restaurantes a los que la inmensa mayoría de quienes nos leen no irá nunca, porque no quiere o, más probablemente, porque no puede? ¿O hemos asumido ya que escribimos únicamente para una élite?
¿Qué lógica hay tras macro congresos que, da igual dónde, llevan siempre a la misma gente a hablar de lo mismo? ¿Cuánto de lo que allí se dice llega al público, sea este profesional o simples clientes potenciales de restaurantes que parecemos haber obviado en demasiadas ecuaciones?
Hace unas semanas me llegó el programa de un gran evento con cierta trayectoria histórica. Podría haber sido el de este año o, quitando dos o tres nombres, podría haber sido el programa de hace 5, 10 o 15 ediciones. La misma gente, literalmente, hablando de lo mismo, en los mismos formatos, para la misma gente. Pondrán un video, montarán un plato, se harán la foto con el Consejero de Turismo o de Industria y a otra cosa. Si esto no es un fracaso, sinceramente, no sé lo que es.
Y no generalizo. Sé que hay excepciones, eventos que se esfuerzan por actualizarse, por renovar la forma y el fondo, por incorporar nuevos nombres y nuevas formas de exponer los contenidos. Pero son los menos. Giremos la cámara. Dejemos de mirar al escenario y centrémonos en el público. ¿Cuántos de los periodistas, comunicadores y cocineros allí sentados siguen siendo (seguimos siendo) los mismos que en 2008? Y, sobre todo ¿dónde están los que han ido llegando después? ¿Por qué buena parte de la gente que escribe y que se ha ido incorporando en esta última década no está nunca? ¿No son invitados o es que no les interesa?
Me importa poco si esa gente, responsable de mucho de lo más interesante que se está escribiendo, contando en radio y televisión o en redes sociales, no está porque no quiere o si no está porque no quieren que esté. No van porque quien organiza cree que no es interesante que vayan. O tal vez no van porque les aburre profundamente lo que allí ocurre. Las dos cosas son síntoma de lo mismo: de una fractura que no anuncia nada bueno; de que a una parte del sector no le interesa nada lo que propone la otra.
Si construimos la gastronomía y la comunicación gastronómica desde la ruptura, la estamos condenando, estamos dividiendo su potencial, sus fuerzas y sus audiencias. Si no conseguimos captar a nuevos públicos y nuevos comunicadores, la estamos asfixiando. Si no somos capaces de romper los prejuicios y las ideas preconcebidas tendremos un sector cada vez más envejecido, más anquilosado y más anclado en el pasado. Es decir: cada vez con menos futuro.
No podemos apostarlo todo a un sector gastronómico destinado a una minoría. Como tampoco deberíamos construir una gastronomía basada en ignorar a una parte de sí misma y en el recelo a esos recién llegados que vienen a pisarnos lo fregado. No podemos poner todas nuestras esperanzas en formatos incapaces de renovarse porque no podemos vivir, en definitiva, de espaldas al futuro.
Pero, sobre todo, no podemos seguir comunicando para nosotros mismos. ¿Cuánto de lo dicho en muchos de esos encuentros sectoriales que cuestan cientos de miles de euros, va a tener una repercusión en el lugar dentro de uno, tres o seis meses? ¿Cuánto de lo que escribimos es leído, al final, por las mismas 300 o 400 personas que, a su vez, escriben cosas que solamente nosotros leeremos?
Siempre he creído en una gastronomía culta, abierta, inclusiva, consciente de su entorno y responsable. He querido creerlo, más bien. Cada uno elige sus dogmas de fe. La situación actual, sin embargo, no parece ir en esa dirección. Es cierto que el contexto no ha ayudado, pero es verdad también que hemos decidido mirar hacia otro lado y vivir instalados en la espera de un 2007 de préstamos fáciles y clientes con menos miedo a gastar que no va a volver.
Necesitamos parar y reflexionar. Actualizarnos, escuchar a quien viene detrás y muestra cada vez un mayor desinterés hacia tantas propuestas. Necesitamos ser conscientes de la realidad que nos rodea y trabajar teniéndola en cuenta, necesitamos entender que el mundo, y esto implica también a la gastronomía, está cambiando. Porque no parece que el futuro, al menos a medio plazo, vaya a ser plácido y previsible y, si nos dejamos estar en la autocomplacencia, corremos el riesgo cierto de acabar cayendo, como sector, en la irrelevancia. Y ese sería el final más amargo para aquella revolución gastronómica española que creímos que lo iba a cambiar todo.