En la ciudad en la que nací, al lado de uno de sus kilómetros cero, hay un cartel, de esos de azulejos, de una famosa bodega de Jerez. Lleva ahí, seguramente, cerca de un siglo. En la comarca en la que me crié es muy popular una receta con pasas, en una región en la que no se producen pasas. Mi tatarabuelo, que tenía barcos, traía, entre otras muchas cosas, berenjenas a un lugar en el que hoy el consumo de berenjenas es casi anecdótico.
Soy gallego. Nací en Vigo y buena parte de mis raíces están en las Rías Baixas. A pesar de lo que pensaría alguien que conozca nuestra historia desde fuera o se limite a los tópicos, esos hechos son reales y explican, en buena medida, una parte de nuestra historia a través de nuestra gastronomía. Berenjenas, pasas y vinos de Jerez no encajan con la idea preestablecida de una Galicia que, en el cambio del S.XIX al S.XX, estaba aislada y se aferraba, como aún hoy se aferra, según el tópico -¿qué lugar es el que se supone que no se aferra a su tradición hoy en día?- a la tradición.
¿Y qué es la tradición? Pues no es una cosa con plumas, como la esperanza de Emily Dickinson, pero casi. Es, o al menos eso parece, algo caído del cielo, sagrado, inamovible, inscrito en piedra, que nos llegó así, cristalizado, puro, eterno y así tiene que quedarse. Es algo que tiene que encajar en una de esas cajitas estancas, de límites inamovibles y perfectamente definidos desde siempre, que nos empeñamos en imponer a todo en la vida.
Es un tópico, una idea preconcebida. Y como tal, es algo que tenemos el deber de cuestionar, de demoler, si hace falta, para ver qué se esconde detrás. Porque lo que ocurre cuando no lo hacemos es que acabamos por desarrollar una adoración hacia la idea de la tradición, no hacia la tradición que hay detrás. Una adoración que se obceca y no atiende a razones. Así que conviene, como defendieron los iconoclastas bizantinos, demoler la imagen para quedarnos con lo que la imagen oculta.
Porque la tradición, por suerte para nosotros, es mucho más ámplia, rica, plural y diversa que la imagen que tenemos de ella; es algo líquido y fluido, que discurre por meandros, que no acepta corsés y a lo que le sientan realmente mal las etiquetas.
¿Vinos de Jerez en Galicia? Sí. En las rutas comerciales que establecieron los empresarios catalanes que se asentaron en las rías gallegas a partir de mediados del S.XVIII Cádiz fue una parada importante. Como lo fueron, quizás en menor medida, Oporto y Alicante.
Estos empresarios, entre ellos uno de mis tatarabuelos, Enrique del Río Ferrer, pertenecían a familias que se habían asentado en la costa gallega para explotar la sardina, que vendían luego fundamentalmente en Cataluña. Gente de Barcelona, de Blanes, de Reus, de Sitges que fletaba barcos cargados de pescado gallego salado, uno de los alimentos que permitieron el crecimiento de la industria catalana, y que, en el viaje de vuelta, aprovechaban para cargar tejidos en Barcelona.
Pero en ese viaje de vuelta, si había espacio, se cargaba también sal en los puertos alicantinos o en Setúbal, jabón, berenjenas. Y aceite, que junto con los vinos y el jabón eran las mercancías que se cargaban en Cádiz, al igual que se cargaban vinos en Oporto. Mercancías que, a veces, tras llegar a Galicia se reembarcaban para puertos británicos, de donde a veces se venía de regreso con porcelanas, del Báltico o del Caribe, en un esquema mucho más complejo que el clásico y trillado “los gallegos pescaban sardina, que se iba para Cataluña, y se quedaban allí, a lo suyo. Con su tradición y sus cosas”.
Por eso en Ribadeo, en la costa de Lugo, fue muy popular una bebida llamada kümmel, por ejemplo. Una bebida que se empeña en poner patas arriba cualquier tópico que hayamos escuchado y que habla de contactos insólitos pero reales.
Y por eso en los papeles de mi tatarabuelo, gallego, aunque con siete apellidos catalanes, abundan los aceites, los oportos, las pasas y las berenjenas. En los suyos como en los de tantos otros, en los que abundan, además, nombres de tabernas en pueblos y aldeas en las que se vendían. Probablemente era más fácil tomarse un amontillado en un ultramarinos de las Rías Baixas en 1910 que ahora. Y eso, aunque no es el tema de este texto, es algo que tendría que hacernos reflexionar.
Mi tatarabuela, Petronila Carreró Gelpí, nacida en Cabo de Cruz, en el corazón de la Ría de Arousa, cocinaba lo que ella llamaba carquignols. Pasaron a sus hijas y de ellas a mi abuela, a mi madre y a mí, como habían pasado antes durante un siglo por generaciones de antepasadas suyas desde que la familia se había asentado en Galicia a principios del S.XIX.
¿Son esos carquignols un postre gallego? Habrá quien diga que no. A mí, después de más de 200 años y de cerca de 10 generaciones, me costaría ser tan tajante, aunque es cierto que es una receta que no se ha extendido demasiado.
Hay, sin embargo, un dulce que prepara alguna pastelería de Cabo de Cruz aún hoy y que allí se conoce como Petronilo, igual que unos Petronilos que están en el recetario manuscrito de las hijas de Petronila Carreró y Enrique del Río. No tengo constancia de la relación directa entre los dos hechos, pero como ya he dicho en más de una ocasión, Ockham y yo tendemos a llevarnos bien.
No hace falta, sin embargo, irse a recetas que, aún siendo ya centenarias por aquí, no calaron tanto en el imaginario. Pensemos en otras, mucho más populares. Si preguntamos a un grupo de gente de la zona por recetas tradicionales de las Rías Baixas una de las que aparecerán en buena parte de las respuestas será la empanada de bacalao con pasas.
Es una respuesta que, de nuevo, arremete contra el tópico como un cañonazo, a poco que nos paremos a pensarlo. Porque es verdad que aún hoy puedes ir a casi cualquier panadería de la zona un domingo y hacerte con una de esas empanadas, pero el problema -para quien lo entienda como un problema- es que aquí no había ni pasas ni bacalao.
Lo que sí había, sin embargo, eran comerciantes. Comerciantes que traían esas mercadurías de Cataluña y de muchos otros sitios. Comerciantes que vivían aquí con sus familias, llegadas de lugares donde había tradición de combinar bacalao y pasas. Familias que, como me consta gracias a ese recetario familiar del que hablo más arriba, seguían elaborando aquí recetas de sus lugares de origen un siglo después.
Ya sería casualidad que aquí, justo aquí, donde no había esos productos, pero sí quien comerciaba con ellos y quien estaba acostumbrado a cocinarlos, esa receta hubiese nacido, precisamente en esa comarca, además, por generación espontánea, sin que el factor catalán hubiera tenido nada que ver. Cosas más raras se han visto, es verdad, aunque las probabilidades en este caso parecen escasas.
Esta empanada, como el pulpo á feira del que hablábamos hace poco, como nuestra omnipresente allada, como los callos tal como los preparamos en Compostela, como las sopas de ajo monfortinas y como tantas y tantas otras recetas tradicionalísimas sólo son posibles si buscamos más allá del tópico, si nos olvidamos de esa tradición como una esencia pura que deambula por la historia, inmutable, sin que nada de lo que ocurre a su alrededor le afecte.
Esos platos, que son parte de mi memoria gastronómica, como lo son para cientos de miles de gallegos, sólo son posibles si entendemos la historia como algo más abierto, más rico, más maleable, más dispuesto a enriquecerse y transformarse; sólo son posibles si nos olvidamos de compartimentos estancos, de supuestas purezas y otras ideas, probablemente más decimonónicas que las recetas de la buena de Petronila, y aceptamos que somos el producto de todo lo que nos rodea, encaje o no con ideas gastadas por el uso.
Eso, precisamente, es lo que convierte a cada plato, sin necesidad de mitos fundacionales, de esencias ancestrales o de hechos diferenciales, en un hecho cultural único, fruto de una historia que sólo es posible en un lugar concreto y como suma de toda una serie de acontecimientos, quizás improbables, tal vez imprevisibles. Es, parafraseando a Cunqueiro, un trozo de historia el que coméis, un trozo nostálgico…