Lo que son las cosas. Con un día de diferencia hablé con dos amigos que trabajan en hostelería. El primero es cocinero y siempre ha trabajado para otros a los que ha hecho ganar dinero. Hablábamos sobre el futuro -el suyo- y yo, que suelo tener mucha más fe en las capacidades de mis amigos que en las mías, lo reñía -hay confianza y tengo mucho morro- y tuve el tupé de decirle todo lo que tenía que hacer para sacar el máximo partido a su talento. Tengo la suerte de que mis amigos me quieran y me soporten con paciencia franciscana. No me mandó a la mierda y me dijo que me dejara de boludeces, que la única cosa que quería era un restaurante y una casa en el campo.
Fíjense, porque es importante, que no dijo nada de que el restaurante se convirtiera en sacrosanto lugar de peregrinación gastro, ni que recibiera constelaciones de estrellas Michelin. Un restaurante y una casa en el campo. Simple.
Al día siguiente me llama el otro. Trabaja empleado en una tienda gourmet que también ofrece degustación. Estaba tristón, por usar sus propias palabras, porque sus jefes le habían tumbado sus planes para relanzar y ampliar el negocio de cara a la desescalada, porque creen que no es momento para aventuras y que mejor mantener un perfil bajo. Y él piensa que es tiempo y hora de todo lo contrario, de remar hasta ahogarse o hasta llegar a la orilla de una playa con sus palmeras, sus tumbonas y su valhala caribeño, ahora que ha conseguido aumentar la facturación mensual del negocio.
No sirvo para los negocios, lo que ha quedado más que patente en el fracaso estrepitoso de todos los que he intentado. Pero tras escuchar a mis amigos, me di cuenta de las diferentes concepciones vitales que había detrás de cada una de ellas, sobre todo en lo relativo a la ambición y al éxito, pero también que ambos tenían claro que estaban al frente de un negocio que había que hacer funcionar. Y también me di cuenta de que, además, era incapaz de decidir, a pesar de empatizar profundamente con ambos, cuál de las dos posturas me parecía mejor.
Estuve enamorado -hasta las trancas- y tuve una relación con una persona a la que le ponían muchísimo las personas poderosas y con éxito en la vida. Más aún si eran del tipo malote, de aquellos que consiguen ambas cosas gracias a cierto grado de relativismo moral y buenas dosis de talento para aprovecharse de los demás, aquello que a veces se bautiza con el eufemismo de habilidad para los negocios (o para la política) y, malgrait tout, facilidad para seguir durmiendo bien todas las noches. No fue bien. Lo nuestro, digo.
Desprecio el poder y el éxito. El primero no me interesa y el segundo es que, de verdad, no sé si entiendo qué diablos es. Y respecto a mis ambiciones, trato -desde hace tiempo- de mantenerlas alineadas con mi capacidades y obligaciones, que son las que son. En otras palabras, trato de no abarcar más de donde creo que puedo llegar.
Me parece la forma más sensata, honesta y justa de conducirse en la vida. Sobre todo respecto a la hora de adquirir compromisos o embarcar a los demás en proyectos cercanos a la quimera. Una cosa son mis fracasos y limitaciones y otra jugar con las ilusiones de otros. En el fondo, lo que más deseo en esta vida -y ustedes también, no mientan- es que me toquen los Euromillones para poder seguir fracasando y que me importe una higa.
Todo esto viene a cuenta de mis amigos, claro, pero también porque en ocasiones veo a cocineros que parece que consideran que el éxito es que tal o cual crítico se deshaga en elogios hacia su restaurante porque -y cito más o menos literalmente- “eso nos anima a seguir por este camino”. O que Instagram se llene de brutales, platazos y experiencias inolvidables con fotos mal iluminadas, porque -y vuelvo a citar- “comentarios como los vuestros nos animan a seguir por este camino”. O que consideran que el culmen es que esa revista les dedique un reportaje o ese medio digital hable de ellos, aunque le deban un pastizal al panadero que les aprovisiona de pan. Y juro que lo pongo sólo como ejemplo.
Parece que hay chefs que algunas veces olvidan que un restaurante es antes que nada un negocio que tiene que ser rentable. Ese es el primer éxito que cualquier cocinero debe preocuparse por conseguir. El éxito es tener el restaurante lleno -sobre todo de clientes dispuestos a volver-, pagar puntualmente a tus empleados y a tus proveedores, tratar dignamente -si los tienes- a tus stagiers y entender -como me decía uno de mis amigos- que está muy bien facturar un montón pero que lo que te da de comer es el margen.
En esa Francia a los que muchos tratan con gastronómico desdén desde que, por lo visto, España le arrebató la primacía restaurantil, los mejores chefs reciben el título de Meilleur Ouvrier de France. Obrero, nada de artista, arquitecto de platos o creador de experiencias. Quizás sea porque lo de la república lo tienen claro, y saben que los aristócratas corren el riesgo de que les corten la cabeza con mucha más facilidad.
Es de perogrullo decir que ser un buen cocinero e incluso un extraordinario cocinero no implica necesariamente ser un buen empresario, pero sucumbir a la hoguera de las vanidades, al circo -tan tentador como humano- puede ser un mal negocio para el negocio, ya me perdonarán, si este no es tu prioridad.
Y quisiera equivocarme, pero creo que la dichosa pandemia va a darme la razón. Si la crisis de 2008 hizo explotar la burbuja inmobiliaria es posible que esta haga que estalle la gastronómica. A fin de cuentas, como no deja de repetirme otro amigo cocinero, el éxito es ser feliz haciendo lo que haces, tener las cuentas saneadas y tener el restaurante lleno cada día. Por cierto, lleva 18 años abierto, nueve con una estrella Michelin, sus empleados le adoran, y no piensa hacer delivery. No les digo su nombre, porque, la mayoría tampoco sabrá de quién les habló, y a los que lo hayan adivinado, pues tampoco les hace falta.