Solo hay una especie más dañina que la que clama con mayúsculas contra una clase política que, al parecer, apunta con saña ante los salones del comer y la hace centro de pago de una desazón que amenaza con arramblarnos a todos. '¡Golpe de estado!', gritan algunos ridiculizándose. Solo hay una especie más dañina, más frívola que esa, digo: la de quienes apuntan contra la hostelería como diana sencilla al galope de una máxima: la hostelería es un descontrol, un disparate, qué mala es la hostelería.
Escribo con todos los restaurantes y cafés y bares y tascas y sombrillas de València en cierre. Caput. No por disquisiciones políticas, evidente, sino por la propia maduración de un fruto mucho más poderoso que nuestra habilidad colectiva. El nuevo viejo marco de cierre nos cambia los hábitos íntimos, los placeres humanos. Aunque eso es lo de menos. Arrincona y amedrenta al más bravo. Empotra en la sala del ERTE a tantísimas caras que nos hicieron felices mucho tiempo. Aunque eso, también, es lo de menos. Porque hay una causa mayor.
En cambio esa causa mayor no debería justificar el desdén servido como la infusión de cicuta que Sócrates se bebió enterita. La insistencia, tantas veces justa, por plantear qué demonios hacer con la hostelería ahora que nadie parece saber qué demonios hacer con todo lo demás, no equivale a asestar cambios repentinos, a meter en la centrifugadora de los vaivenes normativos a microempresas todas sometidas a la fragilidad como hábito para salir adelante.
Los bares y los restaurantes, como expresión de un jolgorio que disfraza de aparente intrascendencia la profunda congoja, no merecen la pena doble del cierre y el desprecio. Su uso ultra lúdico no los hace más ligeros o despreocupados que lo podamos ser el resto. Podré enumerar sin frenos a quienes llevan meses cumpliendo en rigor con aquello que les prescribieron, a quienes han regido con una política laboral incontestable. Pero entiendo que también son muchos quienes hicieron lo contrario. Porque los bares, porque los restaurantes, no son otra cosa que un espejo fiel de nuestras cumbres y miserias.
En este juego frentista a dos colores, el batiburrillo cromático que suponen los restaurantes, donde se sientan lo mejor y lo peor de cada casa, supone una confusión que imposibilita señalar pausadamente esto: nadie debería pedirles menos que a otros, tampoco acribillarlos bajo un estado de excepcionalidad.
La hostelería, al fin, no es nadie. No forma un conjunto. No hay ninguna homogeneidad. Somos nosotros. Nos metaboliza por su uso masivo. Por eso clausurar sus mesas a las pocas semanas de declarar la buena nueva de una tardevieja a trompicones no es más que un eufemismo para clausurar nuestro espejismo y declararnos perdedores.
En ocasiones conviene protegerse más de quienes te aprecian que de quienes te desprecian.