Hace ya cerca de dos décadas algunos de los nombres clave de la alta cocina empezaron a hablar de que había que popularizar la gastronomía. Lamentablemente, hoy podemos decir que si la intención era esa el fracaso es evidente.
Los que nos movemos alrededor de este mundillo seguimos encontrándonos a diario, hoy como hace 20 años, las mismas incomprensiones, las mismas burlas, las mismas gracietas. Lo del plato grande y la cantidad pequeña. Lo de ¿pero eso se come? Y si un fenómeno cultural sigue despertando las mismas incomprensiones hoy que hace 20, 30 o 50 años tenemos un problema serio. Y no sólo de comunicación, sino también de percepción del problema. Mal está que no nos entiendan, pero peor aún es que no sepamos ver que no nos están entendiendo.
Pero ¿a qué se debe esta incomprensión? ¿Qué pasa cuando la gastronomía ocupa más horas de televisión que nunca y cuando la gente en este país conoce más nombres de cocineros que en cualquier momento anterior de nuestra historia y, pese a ello, los rechazos que se provocan siguen siendo los mismos? ¿Cómo pueden convivir estas dos realidades?
La respuesta es compleja, pero estas son, en mi opinión, algunas de las causas principales:
La gastronomía sigue viéndose como algo elitista, al alcance de unos pocos. Y aunque esto es cierto, en parte, es verdad que hay coches que no están al alcance de todos que, sin embargo, vemos con frecuencia en la calle y hay entradas a eventos deportivos que cuestan al menos tanto como comer en un restaurante con estrella. Y se venden sin todo ese halo de despilfarro, así que es una cuestión de percepción, más que algo objetivo.
Y lo es porque eso es lo que transmiten los programas más vistos en la televisión, en los que se representa una ficción guionizada que hace apología de una dificultad muchas veces innecesaria, que se vincula a los famosos más vacuos y que sigue explotando la vena de los grandes banquetes, las grandes ocasiones y las convocatorias a las que la mayoría de los espectadores no asistirá nunca. Nos venden algo que no nos representa y, sorprendentemente, no nos vemos representados en ello. Curioso ¿verdad?
En otros casos hemos visto, en una última década dramática para el poder adquisitivo de una parte muy importante de la sociedad, cómo los precios en muchos de esos sitios que demandan la complicidad y la comprensión del público subían de una manera absolutamente al margen del contexto, dejando fuera cada vez a más gente y lanzándose abiertamente en manos del turismo extranjero. Y, no, esa gente a la que se ha excluido no va a empatizar con la problemática del local, así de raros somos, por mucho que ahora les venga con la baza de lo local, de la proximidad o que insista en que nos necesitamos unos a otros.
Porque en algunos casos ese incremento es justificado, pero en otros tal vez lo sea menos. Y porque ese público ha asistido, atónito, a idas y venidas en las que, tan pronto se les vendía una vuelta a la cocina de siempre, a la cuchara, a la sencillez, a formatos más informales y de diario –cuando las cosas fueron económicamente más duras- como a la proliferación sin sentido del caviar con todo en cuanto las cuentas empezaron a cuadrar un poco más.
Puedes, por supuesto, vender hoy un argumento y mañana el opuesto, pero por mucha convicción que le pongas es posible que haya quien no te lo compre. Porque el cliente, que muchas veces hace esfuerzos enormes para ir a un restaurante, también tiene memoria.
Defiendo todo esto, que conste, sin pretender llevar a cabo una enmienda a la totalidad de un sector que admiro y del que soy usuario en el que, por supuesto, hay casos admirables dignos de estudio. Sé que parece innecesario decirlo. Pero conviene dejarlo por escrito, que luego las cosas se malinterpretan y se generan polémicas desde la nada.
Defiendo todo esto sabiendo que hay casos de esfuerzo sólido y consciente de su contexto, casos en los que los precios están tan ajustados en relación con la calidad de lo que se ofrece que son merecedores de aplauso. Pero junto a ellos hay muchos otros que, en mi opinión, están en la base de esa incomprensión.
Seguramente habrá quien me lea y no esté de acuerdo. Es lógico y pasa siempre. Pero quizás en esta ocasión ocurra aún más. Es normal, ya que si me estás leyendo eres, con toda probabilidad, parte de ese porcentaje ínfimo de profesionales, amantes o usuarios de este sector. Y el problema, la incomprensión, está precisamente en los otros, en esa mayoría inmensa de la que rara vez nos acordamos.
Pensémoslo: en España hay unos 200 restaurantes, así, con brocha gorda, estrellados. Quizás otros 200 que no ostentan ese reconocimiento y que son realmente interesantes. O 300. Pongamos que, en total, son 500. O 1000. Y pongamos que eso son unos 10.000 empleados. Son un porcentaje ridículo de lo que supone la hostelería en España y sus clientes, que en muchos casos somos los mismos, que vamos de uno en otro, somos una parte ínfima de la sociedad, un par de cientos de miles, si acaso, de entre 47 millones.
Ese porcentaje mínimo, ese 2, ese 3 ese 5% es al que le dedicamos tiempo, publicaciones, congresos, horas de televisión y fotos en redes sociales en una sobrerrepresentación que lleva, de una manera bastante lógica, a la incomprensión del resto del sector y, sobre todo, del resto de la sociedad.
Habría que hablar también, a veces, para los otros 46.800.000. Porque eso a lo que todos (los pocos cientos de personas en España que dedicamos el tiempo a esto) prestamos atención en congresos, charlas, videos, programas, revistas y libros los excluye. No es lo que el cliente medio come, prepara en su casa o disfruta en sus fiestas; no es ahí a donde llevan a su pareja en una cita o a sus hijos a celebrar las buenas notas; no tiene nada que ver con el mercado de su barrio y, en muchos casos tampoco con los sabores, técnicas, modos o combinaciones que ha aprendido a lo largo de toda su vida. Todo eso no está en el recetario de su madre ni en lo que le preparaba su abuela.
Esa es la otra clave: la formación. Nadie nos habla de gastronomía en el colegio o en el instituto, nadie nos explica los cómos o los por qué. De tal modo que llegamos a nuestra vida adulta con la única experiencia de lo que nos han contado en casa, de la tienda de la esquina, del chino del barrio y, con suerte, del buffet del resort al que fuimos una vez de vacaciones.
No es que lleguemos a ese punto de nuestra vida sin conocer los rituales de la cocina nipona, sin saber qué es el umami o cómo se usa el huacatay en cocina. Es que llegamos ahí sin saber, en muchos casos, qué se come en la provincia contigua, desconociendo si una receta que se prepara en nuestro pueblo es tradicional o no, sin saber por qué si introducimos una verdura en agua caliente pasa una cosa, pero si la introducimos en aceite pasa otra.
Y, de pronto, nos sueltan ante un sector que nos dice que lo que hay que hacer es peregrinar a Mugaritz, que tenemos que entender (y apreciar) la espuma de humo de elBulli y que Ángel León puede hacer luz comestible con el caparazón de un cangrejo. Nos hablan más de cómo hacer unas palomitas nitro que de quién produce un buen filete, de restaurantes a los que nunca vamos a ir que de casas de comidas centenarias que siguen aguantando con la puerta abierta, quizás a 15 minutos de nuestro pueblo, siendo los últimos reductos de recetas que desaparecerán cuando cierren sus puertas.
Todo eso choca con lo que nos han contado que es bueno, con todo lo que hemos comido, con todo lo que nos gusta porque nos hemos criado con ello. Choca frontalmente con lo que hemos vivido y con lo que, probablemente, vamos a poder vivir. Y, como no podía ser de otra manera, provoca rechazo, cuando no ofende.
Esto ocurre porque faltan instrumentos, porque si justo después de aprender a leer te hubiesen puesto delante el Ulises de Joyce y te hubieran dicho que eso y Góngora son lo que en realidad te tiene que gustar, seguramente habrías desarrollado un odio hacia la literatura perfectamente entendible. Si la primera vez que vas al cine te llevan a ver una de Tarkovsky es probable que no vuelvas, por mucho que los cineastas se reúnan en congresos a hablar de la necesidad de acercar el cine a la sociedad y de la incomprensión torpe del espectador tipo.
Necesitamos una formación para todo: para caminar con zapatos, para usar el tenedor, para relacionarnos con otras personas, para ir al teatro. A nadie le gusta el fútbol sin pasar antes por años de patio de colegio y partidos vistos junto con adultos que le expliquen qué demonios es un fuera de juego. Y esto ocurre aún más con determinadas manifestaciones culturales complejas que exigen una formación adicional. Llamémosles Picasso, Mahler, Proust, llamémosles Kant, Bergman o Chillida. No te gustan de entrada. Y no pasa nada. Lo malo sería que alguien te exigiese que los disfrutes, pero que nadie te diese las herramientas para disfrutarlos.
La cultura gastronómica no es ajena a ese fenómeno. Es lógico que no entiendas la necesidad de un Brillat-Savarin o de un plato de Dabiz Muñoz si toda tu formación al respecto es lo que has comido en casa y lo que se cocina en las fiestas de tu pueblo. Y menos aún si te lo envuelven en facturas que suponen dos tercios de tu sueldo mensual o en malas copias que no son tampoco baratas (no olvidemos que en España el sueldo más frecuente ronda los 1.000€ netos, porque es un dato que ayuda a pinchar muchas burbujas y a quitar bastante tontería) y, en muchos casos, en una dosis de frivolidad preocupante. Si eso es lo que te proponen como alternativa, es lógico que vuelvas a la seguridad de las croquetas de tu madre y te niegues a salir de ella.
Eso es un fracaso. Un fracaso estrepitoso del sector, en primer término, pero también un fracaso particularmente doloroso del sistema educativo. Aunque lo que es, sobre todo, es una inmensa oportunidad perdida.
Y esa es solamente la punta del iceberg. Para otro día queda la relación con los productos, con los productores y con la tradición, los acercamientos a la vanguardia y a la creatividad, la cultura gastronómica (o su ausencia), la fragilidad de algunos modelos de negocio y la poquísima descentralización de la gastronomía, ya sea en restaurante o en eventos, dentro del territorio.
Si quitamos de la ecuación media docena de ciudades grandes el panorama restante ayuda bastante a entender esa incomprensión generalizada. Quizás, lo que nos pasa, es que vamos poco a Tomelloso. O a Bueu, por citar dos pueblos al azar. Y que vendría bien que nos diese más el aire.
Nos movemos alrededor de un fenómeno cultural fascinante que es, al mismo tiempo, enormemente complejo. Y llevamos siglos sin ser capaces de quitarle ese tufillo clasista, ese aire de frivolidad prescindible, lo cual genera todos los problemas que nos seguimos encontrando. Llevamos décadas haciendo discursos, proclamas y exigiendo comprensión, pero olvidamos que esas son demandas que escuchamos únicamente un puñado de cientos de personas en todo el país. Sólo en el momento en el que asumamos ese fracaso, la complejidad de la relación del sector con sus usuarios y que hay todo un mundo ahí fuera, ajeno a nuestros corrillos, podremos empezar a avanzar realmente.