El otro día, Jorge Guitián les contaba como la cocina le sirvió como refugio durante estos oscuros días de pandemia que nos está tocando vivir. La cocina como refugio y rearme moral. Sin duda, aquí hemos venido a disfrutar, a gozar de comer en los restaurantes o en casa, del placer de cocinar, y a darles la turra contándoselo. Nunca es el caso de Jorge, dicho sea de paso y sin el menor rintintín.
Los que escribimos de las cosas del comer a veces parece que tengamos la obligación de circunscribirnos a los aspectos más golosos, disfrutones o cuanta estupidez se nos venga a la cabeza. Y la realidad es que hablamos poco, y escribimos menos, del infierno que puede ser la comida. Pues hoy, dejen que les cuente.
Tengo una amiga que da clases de cocina en una facultad de gastronomía. Cocinar es su forma de vida. Le encanta comer. Bien, agárrense porque mi amiga sufrió anorexia cuando era adolescente. Me lo contó y flipé. ¿Cómo era posible que alguien que había aborrecido la comida hasta el punto de casi dejarse morir, se hubiera terminado dedicando a cocinarla? Pero no se vayan, que aún hay más.
Ella no comía y realizó el viaje de la anorexia a la bulimia y de vuelta a la anorexia, mientras, ojo cuidado, cocinaba para su familia platos que, evidentemente, mi amiga no probaba. «Era mi forma de cuidarlos», me explicó. Y supongo que, en el fondo, era una manera de cuidarse a ella misma. Mi amiga necesitaba a los suyos en forma para que la cuidaran en un momento en que ella no podía hacerlo. Era como un mensaje de socorro, un os necesito, un no me soltéis, un no me dejéis caer.
Tengo otra amiga -sí, soy afortunado- con una hija a la que acaban de diagnosticar anorexia. Mi amiga teletrabaja desde su casa. El otro día me cuenta -al borde de las lágrimas- que, cada tarde, esa hija -con la que tiene que batallar en cada desayuno, almuerzo, merienda y cena para que coma- entra en el despacho en el que se encierra su madre, y le trae una bandeja con fruta cortada, nueces y un zumo.
De nuevo, la misma escena iluminada con el mismo juego de luces. Esa hija que después de cada comida monta un cipostio porque cree haber comido demasiado, le prepara la merienda a su madre, porque sabe que, ahora más que nunca, la necesita a su lado.
Y sin ir más lejos, yo mismo. No hace tanto llegué a pesar bastantes más de 100 quilos. Con mi metro y setenta y uno de altura, eso era obesidad a un paso de ser mórbida. Intentaba hacer dieta, de vez en cuando, pero siempre había una excusa para dejarla. Y es que yo no comía por glotonería. Lo que yo necesitaba saciar no era el hambre, sino la ansiedad. Lo que necesitaba era compensar tanta desdicha, tanta infelicidad y algún que otro problema emocional, claro.
Convertí la comida en mi personal patrón oro, en un valor refugio, hasta que me di cuenta de que antes que a un dietista-nutricionista, necesitaba a un psicólogo. Fui, vi y vencí. O sea, las dietas y alimentarme de una forma menos emocional e impulsiva, por decirlo de alguna manera, empezaron a funcionar. En el fondo hubo suerte. Me hubiera podido dar por el alcohol o las drogas, pero me dio por la comida, que es algo socialmente bastante mejor aceptado. Sobre todo en mi caso, ya que me gustaba y me gusta cocinar, y también en esa época fue cuando empecé a escribir sobre gastronomía y a frecuentar restaurantes. Esas fueron las excusas perfectas, la coartada del asesino. Y en eso estuve y aún hay veces que estoy. Aún hay momentos -perquè encara hi ha dies que et trobo a faltar- en los que comer es un refugio, aunque muy distinto del que les contaba Jorge la semana pasada. El mío era una cueva oscura y lóbrega.
Y es que parafraseando a Sant Benito y a su regla, «la muerte está apostada junto al umbral del placer». La comida, que aquí tanto nos gusta y que tanto glorificamos, puede ser más que una perversión, llamémosla perversa. Sin duda, comer es maravilloso y una fuente de placer e incluso de conocimiento inagotables, especialmente sobre nosotros mismos. Nuestra relación con la comida explica muchas cosas sobre nuestra alma.
No lo duden, detrás de un gran gastrónomo puede haber una persona muy desdichada. Así que por favor, no tengan por menos al que no disfruta tanto de la comida como ustedes, porque puede ser el más cuerdo entre los locos. Y tampoco sientan mucha envidia de ese foodie que presume en Instagram de comer en los mejores restaurantes, porque es perfectamente posible que detrás de tanto exhibicionismo se encuentre la persona más infeliz del mundo. Yo lo fui.