A las personas nos encantan las listas. Hacemos listas de todo, de lo que sea, para después ir tachando conforme cumplimos cada uno de los puntos. "¡Check!" y entonces te sientes pletórico. A mí me pasa, que al terminar el día las reviso y analizo: qué ha pasado con esto, por qué no está “check”, e incluso coloreo según si ese “lo-que-sea” que tenía que hacer lo doy por perdido o si lo pospongo para el día siguiente. Sí, por colores. No me mires raro, que seguro que tú también tienes tus listas y tus cosas y eres perfectamente normal.
El caso es que hace ya algún tiempo decidí hacer una lista de todas las recetas que me apetecía cocinar por primera vez en mi vida. Una lista larga, muy larga, de platos en realidad sencillos pero que por lo que sea me iban conquistando y le hacían esbozar una sonrisa a mi paladar mental pensando “yo quiero eso, y lo voy a clavar”. Platos vistos en Instagram, en programas de cocina, en revistas de alimentación vegetariana a las que estoy suscrita, en recetarios y libros que tengo en casa (muchos de ellos de nueva adquisición gracias a una maravillosa cocinera que ahora vive conmigo), e incluso en una libreta que, muy curtida en años, rescaté de casa de mis padres hace unas semanas. Muchas recetas iban engrosando esa lista, -en papel, claro- mientras yo hacía caso omiso. Añadía y añadía mientras pasaban los días y yo seguía cocinando como de costumbre, pasando de ella, ignorando esos platos ricos que, según yo misma, me moría de ganas por cocinar.
No la recordaba completa hasta que el otro día, en mi lista de tareas “x” del día, leo: “revisar y organizar la lista de recetas pendientes”. Y a continuación, como una subtarea, había escrito: “hacer lista de los ingredientes que me hagan falta”. Y entonces, me voy a ella, veo su extensión y un “buff” sale de mi boca. Nunca va a llegar ese “check” tan satisfactorio. No hay en ella ni siquiera colores, solo notas al pie con alguna indicación de “enlace guardado en…” o “tal ingrediente lo cambio por tal otro”. Pero ahí estaban, sin tocar.
La obsesión por dedicar tiempo a cocinar porque sabes que es algo que te gusta y la impotencia absurda de no estar haciéndolo es algo que a mi cerebro asquerosamente perfeccionista y autoexigente le cuesta procesar. Ya ves tú. Y no sé si a ti te ha pasado, lo de reducir la cocina en cualquiera de sus formas a un listado controlado de obligaciones y de fechas límite. Lo de no dejarla fluir y tirar de ella a marchas forzadas.
Sucede que cuando haces esto, cuando sometes y embutes la cocina a una lista de tareas pendientes, entonces deja de ser terapia (ya he dicho muchas veces aquí que para mí lo es) para convertirse en algo hermético y limitante que te lleva a cumplir expectativas. Las tuyas propias, claro. Tu mente no disfruta cocinando porque solo piensa en ese deadline que tú misma te has marcado porque resulta que, además de las listas, también nos encantan los deadlines.
La parte amarga de las listas es que ellas te dominen, que la cocina te domine como algo impuesto, que no fluye. La cocina es terapia, es disfrutar, o al menos yo la entiendo así cuando sale de mí. Así que, en mi objetivo de trabajar los desapegos, he tirado a la basura (mentira, la he guardado por si…) la lista de recetas pendientes para empezar desde cero, sin nada escrito. Y te invito también a que hagas un ejercicio de reflexión sobre qué relación tienes tú con la cocina, con la que sale de ti, con el acto de cocinar como tal. Si es que cocinas, porque quizás uno de los puntos de alguna de tus listas sea precisamente el de “cocinar más”. ¿Empezamos bien? ¿Lo tachamos de la lista?