La pertinaz sequía era el sonsonete con el que el gobierno —que siempre era el mismo— se limpiaba las manos ante los estragos que la inmisericorde climatología provocaba en la naturaleza, olvidando que lo uno y lo otro forman parte de lo mismo. El peor y más grave de todos era, como se pueden imaginar, una reducción o —cuando no— la pérdida de las cosechas y, en consecuencia, que hubiera menos que echarse a la boca o que hubiera que ir a comprarlo a otro lado, lo que hacía otro tipo de estragos y que llenaba los bolsillos de, como no, los mismos de siempre.
Y ahí estamos. Ha pasado casi medio siglo desde que Franco empezó a pudrirse en el infierno y el hedor sigue siendo el mismo. No, no se asusten. Voy a hablarles de comida, no se preocupen, sobre todo de la que no vamos a poder comer o de la que vamos a tener que pagar a precio de caviar en muy poco tiempo. Pero es que nada mejor que la situación actual explica que comer es un acto político.
Desconozco cuál es la situación en el resto de España, pero lo que están haciendo con los agricultores aquí en Catalunya y lo que se ha permitido hacer a las compañías eléctricas con el agua embalsada en los pantanos de toda la Península no tiene nombre. Y en general, que un país mediterráneo como este, donde las sequías más que pertinaces son recurrentes, no tenga una política de gestión de los recursos hídricos para prevenirlas —siempre en la medida de lo posible— es de juzgado de guardia.
No me quiero poner apocalíptico, pero ahora vamos a pagar —caras, carísimas— las consecuencias de haber permitido que las eléctricas generaran energía barata y la vendieran carísima gracias a otro disparate como es el mecanismo de formación del precio de la luz. Dinero caído del cielo, en un momento en el que, precisamente, del cielo, en algunos lugares, hace meses y meses que no cae una gota y en el que las reservas de los embalses resultaban más preciadas y había que conservar como si fueran oro.
Ya lo sabemos, nos dirán que nadie podía imaginar que la pertinaz sequía iba a durar tanto, a pesar de que hacía tiempo que los climatólogos avisaban de lo contrario, la naturaleza daba muestras claras de que sí iba para largo y de que el cambio climático es una realidad desde hace tanto tiempo, que solo a los políticos más incompetentes puede pillar en bragas.
De momento, es más que probable que la cosecha de fruta de Lleida, que por volumen no solo comemos en Catalunya, sino que estamos hablando del 70% de las manzanas, el 65% de las peras y el 40% de melocotón y nectarina que crece en toda España, se vaya a la mierda. Y este sería el mal menor, porque si por falta de riego no solo se pierde la cosecha de este año, sino que se empiezan a morir los árboles, entoces la debacle va a ser de aúpa.
Pero todos sabemos lo que va a pasar. Este verano, en los mercados y supermercados va a seguir habiendo nectarinas, melocotones, albaricoques, peras… ¡Coño! Pero si hasta tenemos mangos y aguacates cuyo cultivo ha desertificado la Axarquía malagueña o que vienen en avión, ¿cómo no vamos a tener nectarinas, melocotones, albaricoques y peras que son de aquí? El capitalismo hace muy bien muchas cosas, pero seguramente las dos que hace mejor es crear demanda y satisfacer la ya existente.
Así que no lo duden, no nos vamos a quedar sin nectarinas, melocotones, albaricoques y peras, pero vendrán de donde vendrán. Los señores Mercadona de este mundo, esos que son los mismos que se frotaban las manos cada vez que la lucecita de El Pardo soltaba aquello de la pertinaz sequía, se encargarán de ello. Eso sí, hay dinámicas de los mercados que una vez instaladas son muy difíciles de revertir. Otra especialidad capitalista es no tocar lo que funciona —sobre todo para él— o no hacerlo mientras que no ponga en peligro el sistema.
Será divertido ver cómo se lo montan las tiendas agropijas para disimular la procedencia de lo que nos venden. Que no sea que se vean obligadas a mentir al respecto más de lo que ya lo hacen, ahora que aún tenemos un país con agricultores.
Mientras, los que se puedan ir de vacaciones este verano, tampoco hace falta que sufran. Las piscinas de sus hoteles estarán llenas y los campos de golf serán una alfombra bien regada. Estamos en proceso de convertirnos en un país de camareros. Ya me entienden.
Dejar a la intemperie al sector primario es un crimen que no van a pagar caro los que deberían y que va a enriquecer a los que ya están más que acostumbrados a aprovecharse de las calamidades de los demás. Llevan toda la vida haciéndolo. Lo hacían con el franquismo y lo hacen ahora.
Lo que no sé es con qué cara van a seguir hablando todos los políticos de este país —sin distinción de siglas—de sostenibilidad, seguridad alimentaria y sistemas alimentarios después de esto. Ya se lo digo yo, con cara de cemento armado y echando la culpa a la pertinaz sequía; la misma cara y la misma cantinela que usaba el carnicero de El Ferrol hace más de medio siglo.