Le pidieron que llevara un arroz con leche a un tal José María y ella, que ejercía como encargada de los recados fuera del convento, se lo entregó a un cura de Oñati que respondía a ese nombre. Qué iba a saber la pobre mandada que el destinatario era otro Josemari, un señor del ayuntamiento que resultó ser, ni más ni menos, el máximo benefactor de su orden. Cuando quiso enmendar el embolado, ya era tarde: se encontró al humilde párroco relamiéndose de felicidad. El bienhechor se sintió tan ultrajado que puso un pleito al convento.
Esta historia forma parte de la receta de arroz con leche de las monjas clarisas de Oñati. Las autoras también indican que para que salga como el de ellas es recomendable una balanza romana (si suma siglos, mucho mejor), un cucharón de madera y "paciencia benedictina". Finalmente, los ingredientes y los pasos a seguir no parecen esconder ningún secreto. Eso sí, tanto tú como yo sabemos que ni la leyenda de los Josemaris ni los artilugios influirán en el resultado de la receta, pero gracias a ello una mera instrucción culinaria se convierte en narración.
La receta pertenece a un recetario descatalogado que he adquirido en una librería anticuaria. Estos establecimientos son baluartes, como también las pocas librerías especializadas que quedan. No lo son, sin embargo, las librerías de gran consumo, donde solo venden libros de cocina que responden a un criterio: la presencia mediática televisiva o instagramera de sus supuestos autores. Supuestos, sí, porque el 90% de estos productos editoriales están escritos por firmas en la sombra que no aparecen en portada. Y como responden a decisiones oportunistas, no hay en ellos emoción o narrativa alguna.
En el mundo virtual, más de lo mismo. Decía esta semana la compañera Yanet Acosta que "las recetas hoy son solo herramientas de marketing digital en la mayoría de webs y se ponen al peso". Así es, atraen tanta audiencia que los diarios generalistas han visto un filón en ellas, una inesperada y continua fuente de tráfico que deben seguir alimentando. Por eso hace ya un lustro que The New York Times decidió blindarlas: les aporta suscriptores de pago. Por eso Ok Diario las mete a palas: les da miles de visitas diarias. Aunque todo sea dicho, los estandartes de calidad de unos y de otros distan años luz.
No es fácil abrir el melón de lo que está sucediendo con las recetas respecto a los buscadores, pero en algún momento tenemos que iniciar esta conversación. He aquí mi primer disparo: da igual lo bueno, rico, original y nutritivo que sea tu plato, lo bonito que lo describas, la historia que desgranes y la cantidad de trucos que brindes; si tu receta no responde a los parámetros que imponen los motores de búsqueda, no se posicionará y, por tanto, será invisible.
Estos parámetros son una combinación de rígidas reglas marquetinianas SEO y de datos estructurados que dependen del desarrollo web. Es decir, el márqueting digital impone una jerarquía en tu manera de narrar, mientras que el desarrollo web está condenado a rellenar cajetillas de información que recopilan las características más básicas de la receta. La cuestión es que todas estas directrices están tan encorsetadas que te obligan a expresar la receta de una forma rasa, sintética, homogénea, impersonal y pobre, muy pobre.
Los buscadores no entienden de "pizquitas", de "cacillos", del yogur como medida doméstico-universal o de "la paciencia benedictina" que reclamaban las clarisas. Si quieres posicionar una receta y que llegue a un público amplio, olvídate también de explicar cómo llegó a ti, de las memorias de tu abuela o de aquel cocinero que te legó el ingrediente secreto en su lecho de muerte. El lenguaje íntimo, identitario y narrativo de las recetas corre peligro. Definitivamente, ha llegado el momento de valorar y compartir el trabajo de quienes, a pesar de todo, siguen creyendo que cuidar las recetas es cuidar de nuestro patrimonio personal y comunitario. El buen márketing no debería ser incompatible.