En serio, yo creo que está bien. Que ya hemos oído y hablado lo suficiente sobre el asunto del veganismo, el realfooding y sobre cuantísimo se le puede llegar a demonizar a una persona que come carne. O al revés, a una que no lo hace. Ya no sé. Y creo sinceramente que las personas (todas, en general, las que comemos), hemos llegado a un punto en que generamos y contagiamos intolerancia por encima de nuestras posibilidades. Y eso, en el tiempo, termina estallando como una olla exprés.
¿Y para qué? ¿Cuál es el fin último cuando en un desayuno-almuerzo-comida-merienda-cena, sobremesa, cerveceo con amigos o compañeros de trabajo, grupo de WhatsApp, conversación en el metro, cruce incómodo en la charcutería con tu vecina del quinto, comentarios y mensajes varios en redes sociales, etc., se critica de manera indiscriminada aquello que ingieres o dejas de ingerir? Y sí, otra vez el temita, pero creo seriamente que se nos está yendo de las manos algo tan básico y de primero de sesera que es: “vive y deja vivir”. Que comas y dejes comer, y no me seas perro del hortelano.
Y voy a lo concreto. A dos hechos concretos que creo que ejemplifican bien a lo que me refiero. El primero viene al hilo de un artículo que mi compañero Albert Molins escribía hace unos días en este mismo medio. En él, hablaba de “grandilocuentes aires de pureza y superioridad moral” para referirse al realfooding y al veganismo. Con tu permiso, querido Albert, lo cito fuera de contexto para llevarlo a mi mente y darme cuenta de que es así, tal cual. “Grandilocuentes aires de pureza y superioridad moral”. Pues sí, veganos, yo os quiero mucho y os respeto tanto como vosotros a los animales y al ecosistema, pero creo que la defensa de vuestros valores está sobrepasando, en muchos casos, la línea del respeto y está incluso invadiendo la libertad del de al lado. Si quieres que te respeten, respeta. Y vuelvo a la pregunta, ¿para qué?
El caso es que las palabras de Albert me resonaron hace unos días cuando mi hermano y mi cuñada (ambos carnívoros y buena gente, fíjate) me contaban que habían quedado para cenar con otra pareja de amigos, pero que finalmente decidieron no ir porque los susodichos son veganos y no toleran que el resto de personas con quienes compartan mesa, mantel, comida y conversación consuman carne delante de ellos, ni de sus hijos (otro tema que también tiene tela). “No lo pueden soportar, les resulta repugnante y yo paso”, me decía mi hermano. Vamos, que digo yo que tampoco pensaban plantar en la mesa una cabeza de cerdo entera ni reservar mesa en un asador argentino (tampoco vamos a jactarnos) pero es que ni un huevito poché. Y claro, pues por aquello de no sentirse cohibidos, incómodos y juzgados como si en su frente estuviera escrita la palabra “asesino”, pues prefirieron quedarse en casa cenando una tortilla de patatas, unas cortaditas de jamón y queso. Y tan ricamente. Los otros dos puede que cenaran lo mismo, pero sin huevo, sin jamón y sin queso. Y tan ricamente también.
¿A qué punto hemos llegado? ¿Con qué derecho te pueden hacer sentir peor persona por aquello que comes? ¿En qué momento tus gustos culinarios y opciones de alimentación han llegado a convertirse en una etiqueta que te define como persona y te discrimina? En serio, tengo amigos veganos, muchos, y he sido testigo de cómo se intenta adoctrinar a los que no lo somos. Lo he dicho ya muchas veces, pero es que me sigue pareciendo necesario recalcarlo: comes carne, me caes bien y no te voy a aleccionar para que dejes de hacerlo. ¿Quién soy yo? Ahora pronuncia la misma frase, pero invirtiendo los roles. Pues eso. No es tan complicado.
El segundo hecho que venía yo a contar tiene que ver con el titular de este artículo, que para algo lo he puesto. Resumo: no sé si tienes Instagram, y si lo tienes, si sigues alguna cuenta sobre nutrición o perfiles de expertos en dietética, psiconutrición, cocina vegana y no vegana, recetas, etc. En mi caso sí, básicamente porque me interesa y me apetece. No sigo cuentas de moda, de automovilismo o de macramé, porque no me interesa. De tatuajes sí y de yoga, me encantan.
El caso, y a lo que iba, es que desde hace unas semanas vengo observando algo que me chirría en las historias (stories, si lo prefieres) de algunas cuentas de nutricionistas que publican aquello que desayunan, cenan y comen cada día. ¿Necesario? Para nada, pero bueno, me declaro culpable por verlo así que nada que decir. El caso es que cuando alguna de estas imágenes contiene carne, antes de mostrarla advierten a sus seguidores con un mensaje que dice: “La siguiente historia contiene carne”. Traduzco: Igual eres vegano o vegetariano y para no herir tu sensibilidad y tus “grandilocuentes aires de pureza y superioridad moral”, te aviso de que mi siguiente foto contiene producto de origen animal. Desliza rápido, no la veas incluso, no sea que esta noche tengas pesadillas por mi culpa o tu mente veganazi no pueda soportarlo y acabes teniendo un trauma en forma de brocheta de pollo.
¿De verdad? Repito: se nos está yendo de las manos y creo que el miedo a la ofensa no es ni sostenible ni saludable. En la vida en general y en cuestiones que tienen que ver con la alimentación, en particular. Esto es otro ejemplo que, junto al de mi hermano, me lleva a la misma conclusión: no me seas perro del hortelano. Publica una foto de una chuleta de cordero y a quien le pique, que se rasque. Cómete una hamburguesa de tofu y a quien le rasque, que se pique.
Espero haberme explicado con claridad. Y ya paro, por hoy. Porque en nada tenemos aquí la Navidad y sus pavos rellenos (pobrecitos ellos).