Tienen una copa en la mano, pero nadie bebe: miran. ¡Fask! ¡Fask! ¡Fask! En el centro del corro, un hombre vestido de blanco sostiene el equilibrio sobre un tronco, un pie en cada extremo. Los músculos de los brazos soportan el peso del hacha al izarla. Al caer, la hoja divide el aire en dos en un destello y se clava en la madera. ¡Fask! ¡Fask! Saltan astillas como animales. Nadie se aparta: miran.
Cuando lo que una vez fue haya se resquebraja bajo el aizkolari, el aire se ensancha. Se suceden vítores, aplausos torpes. Los recién llegados a las Siete Calles de Bilbao hacen comentarios en lenguas extranjeras mientras, ahora sí, dan tragos a las cervezas que también se han mantenido en vilo. El enjambre empieza a zumbar y a dispersarse. Solo queda el serrín en las baldosas y algún vídeo en la memoria de los teléfonos móviles que nadie volverá a visualizar.
Se arremolinan de nuevo a la entrada de los bares de la Plaza Nueva. Se mezclan los centros. Si cerrara los ojos —no puedo, no me dejan— podría adivinar por cuáles se van a decantar con mayor o menor acierto, qué van a pedir en las barras de cada uno de ellos. Yo misma lo he hecho, lo de ejercer ese oficio de estrenar asfalto. Los vasos se llenan otra vez de espuma y de jugos tintos. Caen rabas y pintxos de bacalao ante el pelotón de fusilamiento —frente a uno, los idiomas son lo de menos—. Engullen (más) autenticidad sobre pedacitos de pan como mandan la tradición y esa categoría absurda que solo reconocemos cuando somos nosotros quienes jugamos en casa: la del turismo es siempre una partida que echan los demás.
Con suerte, alguien les recomendará pasarse por el Basaras de Jon, que hasta ha tenido que instalar uno de esos dispensadores de turno de charcutería para pedir copas de vino que, por otra parte, merecen la espera. Leerán en alguna parte que el Gure Toki, que el Sorginzulo. Con suerte, no se equivocarán de Víctor al elegir restaurante. Tampoco de marianito preparado o de tortilla de patatas. Con suerte, encontrarán asiento en los Fueros o en la terraza del Baster y vean a Lluis pelar cebollas en su cocina diminuta, o se hagan con un hueco en el portal contiguo a las cazuelitas del Rotterdam mientras un niño, probablemente el mío, chuta la pelota con la boca llena.
Con suerte, todo esto les preocupe como a mí cuando viajo y me convierto en —sí, debo reconocerlo— turista. Y lean y pregunten e investiguen. Y cuando visitemos sus ciudades nos frenen en seco antes de entrar en un restaurante y nos digan que no, que ahí no, que justo al lado. Y acertemos. Sería una forma de nutrir el mecanismo que sí construye una experiencia urbana sincera y de la que el viaje es eslabón y condición para que siga girando.
Ojalá les fascinen esas cosas sencillas de un sábado por la mañana que definen una ciudad, incluida su misma presencia. Alguien transitorio que sostiene la mirada y una cerveza en esa recién estrenada maraña de calles. El ¡fask! de un hacha que divide en dos lo divisible para que otros aplaudan lo auténtico —lo es, requiere un esfuerzo—. Un vídeo en la memoria del teléfono móvil que ni siquiera recordabas que tenías y que grabaste en tu propia ciudad (cuando mirabas).