Un plato de tofu es el corazón del menú a pesar de que llega nada más comenzar la velada en el Basque Culinary Center. Le seguirán otros elaborados también por Naoyuki Haginoya, chef del grupo Nomo, pero donde el japonés parece haberlo puesto todo es en ese sencillo y cálido rectángulo blanquecino elaborado a partir de sésamo en vez de soja. Deja un final tostado en la boca; es sedoso, casi sensual. De ahí que sea paradójico que en la película que acabamos de ver en el Festival de Cine de San Sebastián, The Zen Diary, este plato protagonice el almuerzo de un funeral.
O no tanto. La pérdida también necesita de calor, igual que Tsutomu, el protagonista, necesita de compañía —aun sin saberlo— para sobrevivir al paso de los días tras la muerte de su mujer hace ya trece años. La comida levanta el mástil sobre el que se sustenta su supervivencia emocional. A través de los alimentos, de cocinarlos, saborearlos y compartirlos con visitantes circunstanciales y con su perro, el personaje avanza día a día, mes a mes, estación a estación, como si cada plato fuera una liana a la que asirse para atravesar el bosque. La de The Zen Diary es, como tantas otras, la historia de una pérdida y de un encuentro, y la comida, también como suele ocurrir, el viaje emocional que parte de lo primero para llegar a lo segundo.
Es prometedor ver películas así en Culinary Zinema, la sección del Zinemaldia dedicada a la gastronomía. Cada vez son más los festivales que apuestan por abordarla en apartados con identidad propia. Este de San Sebastián es uno de ellos, pero también se constituyen secciones paralelas en otros como el de Málaga o incluso en la Berlinale. Hay citas dedicadas íntegramente al cine gastronómico en Nueva York, Ámsterdam, Bérgamo, Atenas y Zagreb, por poner solo algunos ejemplos. Sin embargo, en gran parte de ellos son documentales sobre nombres propios, habitualmente masculinos, los que acaparan las parrillas.
Por eso, con sus limitaciones, me gusta ver en Donostia The Zen Diary. Me lleva a Koreeda y su Still Walking, en el que la comida es metáfora de la muerte, o a su The Shoplifters, en la que refleja estados de ánimo y es una lección sobre inseguridad alimentaria. También, salvando las distancias, a Ozu, en cuyas películas los platos funcionan como anclaje ante los cambios, los familiares y también los históricos.
Sin embargo, en esto del cine gastronómico, no solo la ficción nos da libertad para contar lo que debe contarse. Ni siquiera en Netflix todos los documentales son Chef’s Table. Ahí está High On The Hog enseñando cultura gastronómica desde las raíces y a través de decenas de manos anónimas. O La Cesta de Angelines González y Fernando Sáenz, Biznaga de Plata al Mejor Cortometraje en la sección Cinema Cocina del 25 Festival de Málaga, que dibuja una más que necesaria hoja de ruta en la selva del consumo.
Lo interesante aquí es que la gastronomía nos da alas para producir y programar películas que, pisen el territorio que pisen —tanto la ficción como la realidad son difíciles de acordonar— contengan una verdad por desvelarse. La revelación puede llegar incluso en algo tan sencillo como un rectángulo de tofu.