Me encantan las mandarinas. Desde finales de otoño y durante todo el invierno son mi salvación ante el erial frutícola que para mí significa esta época del año. Nunca he sido de manzanas, que me gustan asadas y en una tarta, pero no me chiflan crudas. Los plátanos se me suelen poner mustios en el frutero o en el frigo. Nunca he acabado de tener claro cuál es el mejor lugar para guardarlos. Y además vivo solo gran parte del tiempo, con lo que debo administrar lo que compro, en aras de no contribuir demasiado al despilfarro alimentario.
Así que mientras no llega el festival de las cerezas, los albaricoques, los melocotones, las sandías y los melones, compro mandarinas a kilos, naranjas para hacer zumo, salpicadas con alguna chirimoya y poca cosa más. Por cierto, un experto empresario agrario valenciano de la provincia de Castelló me contaba el otro día que las mandarinas hace años que han desaparecido del mercado, y que lo que comemos son clementinas. Pues fíjense que yo en mi ignorancia enciclopédica siempre había pensado que todo eran mandarinas y resulta que no.
En mi última cita quincenal con el mercado en la frutería, cómo no, compré casi tres kilos, pues, de clementinas. Ni me fijé en el precio hasta que a la hora de pagar me di cuenta de que era lo que tenía, con diferencia abrumadora, el precio por kilo más caro de todo lo que había comprado. Eché un vistazo al cartelito donde constaba el precio, para verificar que no hubiera ningún error, y la variedad. Caras carísimas y de una desconocida variedad llamada Orri.
La verdad es que hubieran podido ser de cualquier otra variedad y me hubiera sonado a chino mandarín -jejejejee- igualmente, pero como pagué lo que pagué, pues se me disparó la curiosidad y alguna que otra alarma. Que me temía lo peor, vamos. Así que investigué y esto fue lo que encontré.
Las mandarinas Orri -no las llaman clementinas- corresponden a una variedad híbrida obtenida por la Agricultural Research Organization de Israel, a partir de la variedad Orah. Pero lo relevante es que, desde enero de 2013, está registrada en el Registro de Variedades Protegidas del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente. En julio de ese mismo año, se le concedió el Título de Obtención Vegetal de la Oficina Europea de Variedades Vegetales, lo que supone la protección de los derechos de obtención en toda la Unión Europea hasta el 31 de diciembre de 2043.
Muy bien. ¿Y todo esto qué quiere decir? Pues básicamente que hay alguien que gana mucho dinero cada vez que yo las compro y no sé si es precisamente el agricultor, que tiene que pagar unos royalties de 60 euros por cada árbol que tiene plantado en su explotación, además de estar inscrito en el Orri Running Committee. Y es que bajo el eufemismo de variedad protegida lo que hay es una patente y unos derechos de explotación protegidos por nada más y nada menos que 30 años.
Protegidos a lo bestia, además. En España, el Committee tiene una especie de brazo armado que responde al terrorífico nombre de The Enforcement Organization que se encarga de inspeccionar que no haya plantaciones ilegales, como si fueran de marihuana, -por lo visto con sus drones y sus hombres de negro incluidos- y de llevar a los infractores ante la ley. Hace justo un año, un agricultor de Benifairó de la Valldigna fue condenado a tres meses y un día de carcel. Y es que como me decía el empresario de Castelló, «la nueva burbuja de la citricultura es la de las variedades protegidas. Un motivo de asfixia más para el inocente agricultor de 70 años».
Y mientras, los agricultores valencianos abandonan cada día seis hectáreas de cultivos con los de cítricos a la cabeza y los que quedan son cada vez más mayores porque, sinceramente, quién se mete en semejante lío. En el árbol, las Orri valen de 80 céntimos a 1,10 euros el kilo. El cliente final no paga menos de 3,60 euros el kilo. Lo de siempre. ¿Quién se queda la diferencia? Los 60 primeros euros que se saque de cada árbol ya sabemos quién se los va a quedar, y el resto los intermediarios.
Además, me cuentan que la Orri es una variedad tardía, que en esta época mandarinas o clementinas ya nada. El problema, bajo mi punto de vista, ya no es que nos hayamos cargado la estacionalidad de muchos productos. Sin ir más lejos, en la misma frutería donde compro las Orri, el otro día, en pleno invierno, vendían albaricoques, vaya usted a saber de dónde y a diez euros el kilo.
El auténtico drama es en manos de quién estamos dejando la producción de lo que comemos y a cambio de qué. Cada vez que yo he comprado mandarinas, le he estado diciendo al Committee de los cojones que claro que sí guapi, a tus pies, mientras un agricultor colgaba la azada porque ya no podía más.
Por esto tipo de cosas son por las que arqueo una ceja cada vez que oigo a un vegano decir que su dieta es más sostenible. ¿Sostenible para quién? ¿Sostenible para qué? Sí ya sé, todos los veganos son seres de luz que solo comen productos de temporada y de kilómetro cero, claro, claro.
Porque, al final, la primera sostenibilidad que nos debería importar en cualquier sistema alimentario es la de aquellos que lo hacen posible y, en segundo lugar, la de las condiciones en las que se ven obligados a desempeñar su trabajo. Todo lo demás es bla, bla, bla y pobrecitas las vaquitas y los cerditos cómo sufren.