No estoy loca. Pero, ¿cómo iba a estarlo? No estoy loca, pero en cuanto comento que la mesa baila con la gravedad que corresponde al asunto, me toman por tal. He tenido la mala suerte de probar todas las mesas que bailan. Las que están desniveladas porque el suelo es rugoso o también desnivelado, las que están mal calzadas, las que están directamente sin calzar e incluso las que tienen el fallo en el anclaje del tablero.
Comer en una mesa que baila me agota la paciencia de tres semanas. Es como ponerse a hacer una playlist en mitad de un terremoto. Pero no, la maniática acabo siendo yo. Hay gente que acude a cafeterías, pide un bollo y se queja de que lleva azúcar. Hay gente que deja reseñas de restaurantes sin siquiera haberlos pisado. Y yo no tengo derecho a pedir que me arreglen la mesa. Aún así, lo hago, y la mayor parte de las veces ¡no la arreglan! Simplemente me cambian de mesa a otra que por fortuna no baile, como buscando la tolerancia con la cojera en otros clientes. Y porque si cuela, cuela.
Una vez, un alma cándida se apiadó de mí. Estaba comiendo en una terraza de un restaurante mientras veía cómo las burbujas del champán se agitaban como en mar abierto por culpa de una mesa mal afianzada. Mi nerviosismo empujó a aquel niño a levantarse de su mesa, mi hombro fue tocado con la punta de su diminuto dedo, como quien pulsa el botón del ascensor, y nos miramos. "Hola", me dijo, tendiéndome una suerte de amasijo peludo que tenía una forma indescriptible. Lo sostuve entre las manos, lo miraba, y le miré. "Que lo pongas bajo la mesa. Es un mesómetro", me ordenó el niño. Y lo puse. Y la mesa cobró un equilibrio irreal. Quise ver cómo operaba aquel asunto, y me encontré metiendo la cabeza bajo la losa de mármol para ver cómo la mesa flotaba, estabilizada en el aire, a unos dedos de aquel suelo irregular.
¡El gran problema de las mesas bailongas y asimétricas quedaba así por fin resuelto! Llegaba una época de regularización y nivelamiento gloriosa. ¡Miradla! La mesa perfecta, donde nada baila, nada se desestabiliza por cualquiera de los motivos diabólicos que causen tal catástrofe gastronómica. Así las cosas, terminé mi comida gratamente, con la satisfacción de haber encontrado una cura extraordinaria para uno de los mayores males que pueden afrontar los comensales.
Si las mesas bailongas me buscan, que me busquen. ¡Ahora tengo el mesómetro! ¡No a las mesas bailongas! ¡Sí a bailar sobre la mesas!
*Este texto es un homenaje al monólogo teatral L’Escudellòmetro, de Santiago Rusiñol (1905), donde imagina la solución a los problemas de hambre en el mundo.