Cuando el verano en Madrid se hacía insoportable, mi madre nos llevaba a mis dos hermanos y a mí a la piscina. Allí pasábamos generalmente toda la mañana entre baños, juegos, protección solar… todavía ajenos a la contemplación ilusionada de los cuerpos tostados por el sol. Eran tiempos en que todavía a los niños nos excitaba mas el tobogán de la piscina que los primeros y atrevidos bikinis que dejaban entrever por el cambio de color de la piel que debajo de la tela se escondía todo un horizonte de vida y de deseo estival.
A mi las piscinas nunca me entusiasmaron… la verdad. Disfrutaba de toda esta puesta en escena, ¡no digo yo que no!... pero a mi lo que más me ilusionaba era la posibilidad de que mi madre haciendo gala de su generosidad y sabedora de mi más secreta adicción, me soltara una moneda de dos cincuenta pesetas para poder comprar en el bar del recinto una maravillosa y grasienta y amarilla bolsa de papel que contenía esas riquísimas patatas fritas que vendía una señora renegrida y desdentada, con una mala leche de boxeador venido arriba.
Esas patatas no eran las mejores patatas, pero desde que uno llegaba a la piscina ese aroma de fritanga se te metía en el cerebro y fomentaba la adicción. El verano era ese olor. El haber aprobado todo (condición necesaria para poderlas comprar) era ese olor.El portarse bien era ese olor. Esa magdalena de Proust veraniega para mi, definitivamente era ese olor.
Uno va cumpliendo años y no sé si afortunadamente o por desgracia, aquel cambio de color de la piel de los cuerpos estivales va haciéndose con todo el "stock emocional" de la excitación, y las patatas están bien, pero no son algo por lo cual dar la vida en una piscina.
Pero como lo cortés no quita lo valiente y además "el que tuvo retuvo", he de confesar que para mi las patatas fritas son la prueba del nueve de todo bar que se precie, y que además algo tan sencillo como una patata frita puede llegar a ser lo más delicado y sorprendente que se pueda llegar a comer… del mismo modo que puede llegar a ser el bocado más vulgar y detestable.
Para mí es imprescindible que las patatas sean de una buena calidad (en España se cultivan más de 300 variedades de buenas patatas… yo soy partidario de la variedad "Kenebecq").
Que estén fritas en un aceite de oliva de calidad.
Y que estén saladas con una buena sal y en su justa medida.
Una buena patata frita llama a gritos a una buena cerveza.
En este terreno de las cervezas "para gustos los colores”. Hay personas que adoran la cerveza de grifo, mientras que otras personas son "legionarios del botijo" (el quinto o botellín de toda la vida).
De un tiempo a esta parte, la cerveza ha pasado de ser "eso" que quita la sed para ser apreciada como lo que es: Una deliciosa y personalísima bebida tan delicada y expresiva como el vino, y que puede llegar a reflejar los mismos matices de autor que los que se manifiestan en tintos blancos y rosados.
Como siempre les digo, no es mi intención establecer rankings de ningún tipo. Y aunque he de confesarme devoto de las patatas fritas San Nicasio, también me dejo seducir por un buen "tambor de Bonilla a la Vista" o a una buena bolsa de "patatas Sarriegui", o las magníficas patatas de "Añavieja"... esas patatas sorianas "por donde el Duero traza su curva de ballesta", imprescindibles en esa ciudad castellana en la que la cerveza siempre ha sido una religión, llegando incluso a otorgarse al vaso donde se bebe el apelativo de "caña soriana".
Y para beber suelo solazarme con mi cerveza artesana favorita "Er Boquerón", pero a veces le soy infiel con una "Adra", o con una "Rosita", o con una "Ámbar", o con una "Micalet"de Valencia, o con "el burro de Sancho" de Castilla, o con una "Caelia" de Soria, o con esa maravillosa "Moska d'estiu" de Girona. Y tantas y tantas otras que ya les iré presentando en su momento.
Todavía hay días en los que me sirvo una buena cerveza artesana, abro una bolsa de patatas fritas, me dejo bañar por un rayo de sol a través de la ventana y emprendo un viaje astral hacia esa piscina de mi infancia en la que tumbados al sol sobre una toalla e inundados de ese peculiar aroma a cloro, los niños soñábamos con un verano inacabable y vivíamos, felizmente, ignorando los futuros que nos habían de esperar.
Mi "camino de Swan" está poblado de pequeños pedacitos de patatas que me señalan el regreso hacia la verdad de mi vida... mi historia... mis recuerdos.