Al pelo de lo que escribía el otro día aquí André Höchemer. Por mucho que los aquí firmantes montemos pataletas tremendas en cada columna, todas las recetas están destinadas a morir. Todas, sin excepción, «se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia». Y no pasa nada. Bueno, sí. Pasa que Blade Runner -seguro que han identificado la cita- es una película sobrevalorada, aburrida y pretenciosa. Pero esto es harina de otro costal.
Vamos al lío. A mi abuela materna no le gustaba cocinar, pero al parecer lo hacía a las mil maravillas, según cuenta mi madre. Yo no la llegué a conocer. A mí siempre me ha parecido raro que l'àvia Maria cocinara bien si realmente no le gustaba. Me parece difícil ser excelente en algo que no disfrutas, por mucho empeño que le pongas. Claro que cocinar bien pueden ser muchas cosas distintas.
Hace poco he recuperado los cuadernos de recetas de mi abuela y he vuelto a su elegante letra ligada de maestra, que es lo que fue toda su vida. Y leo las recetas y reconozco la cocina de mi madre. No las recetas, sino la cocina de mi madre. Me explico o lo intento.
Obviamente, hay algunas recetas de esos cuadernos forrados en papel charol rojo pintalabios roídos por el tiempo que mi madre ha cocinado alguna vez. No exactamente igual, pero ahí están. Platos que yo también he cocinado y tampoco exactamente igual que mi madre. Ella y yo no hacemos el mismo fricandó, por ejemplo. El mío no es una copia exacta del suyo por mucho que yo aprendiera a guisarlo viéndola a ella guisar el suyo.
Y así con tantas otras cosas que he aprendido a cocinar con mi madre y que no hago como ella. Algunas, incluso, mi señora madre dice que me salen mejor a mí. Me quiere, no hay duda.
Las recetas de mi madre morirán con ella -o conmigo, según se mire- del mismo modo que las de mi abuela murieron con ella o con mi madre y las mías morirán conmigo o con mis hijos, y así hasta el ocaso de los tiempos, mientras haya alguien que se meta en la cocina para algo más que descongelar lo que sea en el microondas o a terminar de cocinar una pizza en el horno.
Y sin embargo hay algo reconocible, algo espeso como una salsa, que nos liga a mi abuela primero, a mi madre después y a mí, de momento, en último lugar. [Qué metáfora horrible la que acabo de escribir. Pero ahí se queda]. Y eso que une a tres generaciones de una misma familia -y esperemos que a una cuarta y a una quinta- es incluso algo mayor que el mero hecho de cocinar.
Es hacerlo de una forma particular, con una idea determinada de lo que debe ser la alimentación familiar -más acertada o menos-, con sus platos estrella para los domingos y los días de fiesta, con lo que me atrevo a denominar -y reconozco que es mucho atreverse- un estilo familiar propio. Por eso decía que cocinar bien se puede entender de muchas maneras.
Por eso, ¿qué más da si mi abuela cocinaba bien, mal o regular? ¿Qué importa si mi fricandó es distinto del de mi madre o si mi pasta con mejillones es más bueno que el suyo? Lo importante es que mi madre vio cocinar a la suya, y yo la vi a ella, y mis hijos me ven a mi (y a su madre), y espero que mis nietos, si los llego a tener, les vean a ellos meterse en la cocina.
Las recetas morirán y serán sustituidas por otras que sin duda serán deudoras de esas que habrán sido pasto de las modas, del tiempo disponible (¡ay!), de los recursos, de los gustos... Pero esperemos que la cocina familiar, nuestra cocina familiar, aquella que nos identifica, no lo haga nunca. Será muestra de que algo habremos hecho bien.
Y en todo caso, siempre quedarán los cuadernos forrados de l'àvia y las libretas dispersas de mi madre para que nos recuerden lo que un día fuimos. Y ahora me doy cuenta que yo no tengo las mías recopiladas en ningún lado. ¿Debería?