Hace unos días recibí un mensaje desgarrador de mi amigo Germán González, periodista de tribunales al que conocí en mi paso por El Mundo. Sin saludos ni preludios, a bocajarro, me soltó: "Ayer enterramos a mi madre. En las últimas semanas, para ayudar a distraerse del dolor, intensificó su actividad con los recetarios, pedía que le comprasen libretas y las gastaba con rapidez. Aún no hemos contado cuántas dejó escritas, eso sí, la mayoría postres, que a ella le encantaba endulzar".
Doy fe. Trabajar un domingo en la redacción era menos dramático ante la convicción de que Germán aparecería después de comer con un tupper de su madre lleno pastas contundentes y arenosas, enriquecidas con un índice carnavalesco de manteca y azúcar, dulcerías propias de otra época.
Su mensaje iba acompañado de una mala foto, como todas las que hace Germán, pero que retrataba el mejor de los paisajes: cuatro recetas a mano en una libreta de espiral. Coca de yogur, orejuelas, pudin de pan y flan de huevo. En esta última, el agotamiento de la mano es patente. La letra de Sagrario también revela prisa a través de una caligrafía que ya no se enseña en las escuelas, con trazos alargados e inclinados, escorados como los juncos que aguantan ante un vendaval. Como ella, que bien sabía lo que eso significaba.
Sagrario Benet era del Chino, "esa parte de Barcelona siempre invadida, siempre olvidada", como lo definió Arturo San Agustín. Fue una de las vecinas que pese a su resistencia, terminó abandonando el barrio, aunque el barrio nunca la abandonó a ella. Por eso con su muerte, muere también un cachito del Raval, y por ende, de Barcelona. Sucede con la generación que no ha sido suficientemente escuchada, que es la suya.
De esta manera, Sagrario se lleva consigo muchas historias cotidianas que poco o nada interesaron a los que acabaron caricaturizando el Chino, aquellos que se colaban a expoliar páginas sórdidas para sus malas novelas y a tomar fotografías efectivistas para galerías pijas. Sin entender nada, sin llegar a ver a nadie más. Esos nunca sabrían leer entre líneas las historias de su vida, de su familia y de su barrio que Sagrario cuenta a través de cantidades, ingredientes y pasos. Historias codificadas que sus hijos y nietas sí sabrán interpretar.
Con el corazón tiritando, llamé a Germán y tras el pésame le insté a escribir, porque le conozco y sé que escribe con la víscera, por eso domina por igual la crónica negra que la poesía. Me dijo que no, como siempre, pero finalmente cedió. En la mejor de sus columnas leemos: "Estos recetarios fueron su forma de enfrentarse a un diagnóstico que conocía muy bien. (...) Ahora su herencia consiste en esos recetarios que son al mismo tiempo un recuerdo y un reflejo de cultura popular, más que gastronómica, ya que exponen un momento de intimidad de las mujeres en la cocina, cuando planeaban exponer toda su generosidad hacia la familia y seres queridos con guisos o dulces. Ahora nos quedan esas hojas escritas, el recuerdo de sabores y olores, la alegría de los que recibían las tartas, pestiños, torrijas y bizcochos; los momentos compartidos junto a un postre y la sensación de que hemos perdido dulzura".
Como tantas amas de casa, lo único que Sagrario dejó por escrito son sus recetas. No lo hicieron para ser recordadas, sino para que sus familias sigan sentándose alrededor de una mesa sin olvidar nunca quiénes son. Esa y no otra es la finalidad de sus últimas recetas.