La cocinera Begoña Rodrígo volvía a poner sobre la mesa el debate alrededor de arte y cocina hace unos días en el podcast de La Picaeta. Cuando un plato es reconocible, como ocurre con algunos de los de Quique Dacosta, de Paco Morales o de Eneko Atxa, afirmaba, eso es arte.
Es cierto que en los platos de esos cocineros hay, evidentemente, una cuestión de estilo, como ocurre en tantas ocasiones en manifestaciones artísticas, pero el estilo es (puede ser) sólo una de las características del hecho artístico, como lo es de muchas otras cosas: hay jugadores de baloncesto con un estilo reconocible inmediatamente, por ejemplo, y esto no convierte a ese deporte en arte.
En cualquier caso, esto es lo interesante, esa entrevista volvía a traer al primer plano esta discusión inacabada y en los últimos días hemos visto cómo se hablaba de estilo, intención, voluntad estética, intuición, creatividad y toda una serie de otros elementos que con frecuencia pertenecen a la esfera culinaria y también a la de lo artístico y que, para qué vamos a negarlo, son un soplo de aire fresco allí donde normalmente hablamos fundamentalmente de novedades, de sitios de moda, de no mucho más de 20 o 30 nombres y nos dedicamos, en los ratos libres, a arrearnos con la mano abierta por cualquier estupidez.
Pero compartir características con algo no te convierte en algo. Yo comparto un buen puñado de características con Idris Elba, por poner un ejemplo suficientemente absurdo, y aún así todos tenemos claro, espero, que no soy él, en realidad.
¿La cocina es una disciplina creativa? Puede serlo. Con frecuencia lo es. Tendríamos, sin embargo, que definir qué es la creatividad para saberlo y, tal vez, acabaríamos encontrándonos al hacerlo con que mucho de lo que definimos alegremente como creativo no lo es tanto y no pasa de ser un pastiche.
Crear es no copiar, defendía Ferran Adrià parafraseando a Jacques Maximin. Y aunque la frase es útil y demuestra una voluntad creativa de fondo, en realidad no es completamente cierta. ¿No creaba Picasso cuando pintó sus Meninas? ¿No crea un pintor cuando utiliza el azul Klein? La creatividad, en realidad, puede inspirarse en obras anteriores, copiarlas en cierta medida, apropiarse en parte de ellas porque la creatividad es la capacidad de dar soluciones nuevas a problemas antiguos. O, por decirlo de otra manera, es la manera en la que alguien consigue combinar conocimientos previos de una manera novedosa para llegar a soluciones diferentes. Algo que hacen la cocina y el arte, pero que también hacemos, a veces, Idris y yo. La solución tampoco está ahí.
La intención. Este punto es interesante. Cuando un cocinero concibe un plato o un menú y, alrededor de él, toda una experiencia que se desarrollará en el restaurante con la participación del comensal, ¿está haciendo arte? No lo sé. Responderé con otra pregunta. Cuando yo decido pintar las paredes del salón de mi casa, que ya toca, y me animo a pintar una de ellas en un tono atrevido, esperando la reacción sorprendida, divertida o de agrado de quien entre en la habitación, ¿estoy haciendo arte?
Me temo que no es suficiente con tener voluntad de que algo sea artístico y planificar toda una experiencia a su alrededor para que lo sea, aunque la voluntad creativa sea, como ocurría con el estilo y con la creatividad, consustancial al arte. Si bastase con eso, con diseñar una experiencia que sólo tendrá sentido con la participación del usuario/espectador/comensal/cliente, una escape room sería la obra de arte definitiva.
¿Y la voluntad estética? Depende, en cualquier caso, de qué consideremos voluntad estética. ¿Tiene la obra Merda d’artista, de Piero Manzoni, una imprescindible para entender el desarrollo del arte contemporáneo, voluntad estética? ¿La tuvieron Cómo Explicar Arte a Una Liebre Muerta, de Joseph Beuys, o La Artista Está Presente, de Marina Abramovic? Sí, pero no en el sentido de resultar estéticamente agradables desde un punto de vista convencional. Un plato de lentejas con morcilla puede tener tanta vocación estética como el Salmonete Azafrán Mark Rothko de Quique Dacosta. Y aún así, seguramente, ninguno de los dos platos será una obra de arte. Lo cual, no les resta ningún valor, por otra parte.
La cocina no necesita equipararse a ningún otro campo de la creatividad para tener valor, no necesita que el hecho de parecerse al arte, a la música o a la arquitectura le dé carta de naturaleza. El error, probablemente, está en llevar décadas pensando que eso es necesario. Y si algo así ocurre es porque, en el fondo, seguimos siendo presa de un cierto complejo de inferioridad respecto a otras disciplinas.
La cocina es un hecho cultural relevante por sí misma. Es la manera que cada sociedad y cada cultura ha encontrado de relacionarse con la alimentación y con su entorno. A través de la cocina, cada grupo humano asume y explica su contexto y, de paso, su situación en el mundo. Es, desde ese punto de vista, un hecho cultural transversal mucho más denso y complejo de lo que solemos pensar. Mucho más, desde luego, que cualquier plato de cualquier restaurante. No necesita que le pongamos la etiqueta de artística, de artesanía o cualquier otra que nos parezca importante para serlo. Lo único que nos falta, con frecuencia, es entenderlo.
Cuando hablamos de cocina hablamos de un hecho cultural fascinante y extraordinariamente complejo. Y esto es válido para la cocina de DiverXO o de Azurmendi, pero también para la de tu abuela o la del bar de la esquina. Lo que llega a tu plato, en un caso y en otro, no es solamente comida: es una manera de entender el mundo, una voluntad de agradar (o en ocasiones, como ocurre a veces en Mugaritz, de cuestionar o de transgredir), una forma de interpretar el entorno físico, pero también cultural. A veces desde lo popular, a veces desde una cultura de corte más académico, con frecuencia también desde lo kitsch. Y las tres formas explican, de alguna manera, mucho sobre nosotros y sobre nuestra cultura, sobre lo que consideramos agradable, apetecible, deseable, de buen gusto en cada momento; lo que nos parece culto y lo que, de alguna manera, consideramos más pobretón y, por lo tanto, de segunda.
La experiencia construida alrededor de un plato no lo convierte ni en mejor ni en más artístico. Lo convierte en, eso, en una experiencia, en una instalación, si queremos verlo así, en algo que podemos disfrutar no sólo con el paladar. Pero eso, por sí sólo, tampoco es arte.
El arte y la gastronomía tienen mucho en común porque los dos son creaciones culturales, del mismo modo que el bueno de Idris y yo tenemos mucho en común porque los dos somos seres humanos, hombres, occidentales del S.XXI. Pero ahí se acaban los paralelismos. Lo curioso es que yo no necesito que me etiqueten de "Idris Elba" para sentirme legitimado y, sin embargo, parece que, en general, seguimos necesitando etiquetar la experiencia gastronómica como una experiencia artística para… en realidad no sé muy bien para qué. Y mira que llevo años dándole vueltas.
La clave está, al menos tal como yo veo este tema, en las zonas de sombra, en esos lugares fluidos en los que algo se convierte en otra cosa poco a poco, sin que exista un límite claro, un punto a partir del cual A deja de ser A para convertirse en B. Ahí está, en realidad, lo interesante. En esos lugares en los que reside la escala de grises que hay entre el blanco y el negro y que es mucho más diversa, compleja y apetecible que cualquier de los dos.
Explorar los puntos de encuentro, pero también las divergencias, es un ejercicio fascinante porque, seamos conscientes de ello o no, de esa forma estamos convirtiendo a la gastronomía en una realidad estética.
No es una cuestión sencilla. No la voy a zanjar aquí, ni lo pretendo, porque, en realidad, creo que es una de esas cuestiones que no se pueden zanjar. También por eso, o quizás precisamente por eso, está bien que sigamos pensando en ello, discutiendo y dudando.
Hace casi 70 años Umberto Eco escribía los primeros textos de lo que tiempo después sería su libro La Definición del Arte. En él explica algunas de estas cuestiones, pero también se hace preguntas que siete décadas más tarde seguimos sin ser capaces de contestar. Es, en cualquier caso, una auténtica joya, un tesoro al que sigo recurriendo con frecuencia cuando quiero entender qué ocurre con esto de la cocina y el arte, aunque en ningún momento hable de cocina y arte.
Es una lectura que recomiendo a cualquiera que esté interesado por este tema, aunque dejando claro de entrada que no es un libro especialmente fácil y que cuando lo termine no va a tener todas las respuestas. Lo que tendrá, probablemente, son muchas más preguntas. Pero de eso se trata, porque aquí hemos venido a jugar. ¿O no?