Cada día me acerco al estante de la cocina a abrir un bote de cristal que expulsa una exhalación casi humana. El sonido me turba cada vez. Dentro, desde hace dos semanas, una col lombarda sumergida en agua con sal tensiona las horas. Se convierte en otra cosa.
Encuentro algo trascendental en la fermentación. Como el virus que aún ronda los días, me devuelve a la escala de lo que mis manos pueden manejar. Encoge la inmensidad para que pueda comprenderla. El contenido de ese bote es un microcosmos en sí mismo, vivo, imperfecto, con una fe ciega en el paso del tiempo.
Lo abro y lo cierro para que respire igual que yo abro la ventana al amanecer de mi hijo, que no es mi amanecer. En el suyo hay confianza: en nosotros, en la tierra y en su mala costumbre de envejecer. “Soy un niño grande” me espeta cuando le llamo bebé -yo que le llamo bebé para regalarle más tiempo-.
Los adultos, en cambio, seguimos empeñados en volver. Volver a las calles, a las playas, a las tiendas, al bar de la esquina, al restaurante que cerró con las mesas listas para su siguiente servicio. Volver. No dejo de leer este verbo traicionero en cada artículo, en cada podcast que escucho, en cada conversación que se filtra por la ventana. Volver a marzo, a febrero, a 2019. Al verano pasado, por qué no, siempre con un antes que alcanzar.
Olvidamos que nada ha permanecido igual fuera de nuestras fronteras domésticas. La primera caña que me tomo mirando al mar, en la misma mesa, a la misma hora, no es la continuidad de la última que me tomé antes del estado de alarma. No ha sido un abrir y cerrar de ojos. No hay paréntesis que sobreviva a tantos golpes.
La col lombarda no conoce el camino de vuelta. Volver a qué, a cuándo, a dónde.
No hay minuto que nos consuele, ni siquiera ese en el que éramos un proyecto, una promesa y en el que pensábamos que aún quedaba tiempo. “Ver un huevo no permanece nunca en el presente”, escribía Clarice Lispector, “(…) solamente ve el huevo quien ya lo ha visto. Al ver el huevo es demasiado tarde: huevo visto, huevo perdido”.
La col lombarda no conoce fechas de caducidad. Nosotros, en nuestro meta microcosmos, condenamos la vejez a la basura al más mínimo asomo de arruga, de pelo incauto -solo tenemos que mirar el horizonte de parques y barras, más huérfano ahora de siluetas canas-. A mí, en el fondo, siempre me ha gustado más el sabor de la fruta madura. En la rotundidad del declive hay más de lo que parece.
Mientras, en ese bote de cristal de mi cocina, sin oxígeno apenas, una estoica minoría bacteriana alaba el paso del tiempo y se mantiene con vida para cedérmela después, más tajante, más expresiva. No sabe que inspira una revolución sin pretender dirigirla.
Volver a qué, a cuándo, a dónde.
Ahí está, mi futuro chucrut, regalándome un eructo por respuesta. Tengo un hijo y dos gatos con peores modales.