Ya me había pasado y por eso cuando brotaron las primeras lágrimas, contuve a mi acompañante para que no saliera corriendo antes de acabar el menú. Llorar en el espacio público avergüenza (más a los otros incluso que a ti) y sobre la mesa de un restaurante no hay camuflaje posible. El comienzo había sido bueno, unas berenjenas que se deshacían en la boca y algún juego de palabras. Con los dos primeros nigiris abrimos la curiosidad, pero al quinto, el arroz se hizo bola y perdí la levedad.
Laura quería dejar huella. Hizo lo posible para poder llegar a ser alguien, mientras su hermana, Agnes, se rindió y abandonó su carrera profesional. Agnes era la flor de nomeolvides, pequeña y azul. Laura, unas gafas de pasta pesadas y oscuras como una máscara. Agnes le restaba a su yo todo lo que es externo y prestado, para aproximarse así a su pura esencia (como una lámina transparente de sashimi de pez fugu que esa noche deseé pero no apareció). Laura alimentaba su yo cada vez con más atributos para hacerlo más voluminoso, pero también más alejado.
Ha muerto Milan Kundera que, como Agnes en La inmortalidad, quería ser recordado con dos frases: «Nació en Checoslovaquia. En 1975, se instala en Francia». En 2023 llegó a su cero, pero inevitablemente dejó el yo inmortal de sus novelas. Muchos las leímos en los 90 del siglo pasado y nos consiguió mostrar por adelantado la «fealdad» del fast food que empezaba a arrasar con los sabrosos platos populares.
El sushiman afila el cuchillo. El rostro cansado. El bostezo y el «yo» hecho de lo que los otros quieren ver. Premios, clientes —muchos hombres con camisa ajustada y pantalones de una talla menos—, rigidez y botellas de vino. Una raya de caviar y un enantyum para flexibilizar.
«El ojo de uno ha sido reemplazado por los ojos de todos. La vida se ha convertido en una única gran orgía en la que todos participan», escribió Kundera en 1988.
Otro nigiri y el camarero advierte que tras su ingestión vendrá un poderoso picor nasal —«pasa rápido», comenta para restarle importancia—. El dragón se despierta con la única chispa, innecesaria en el paladar, pero fundamental para saltar por los aires y olvidar las pancartas de propaganda que ondean en verde palabras como «familia, fronteras, seguridad, industria». En azul, «Es el momento». En rojo, «Adelante». En fucsia, «Es por ti».
«El político depende del periodista. ¿De quién dependen los periodistas? De los imagólogos. El imagólogo es un hombre de convicciones y de principios: exige del periodista que su periódico (canal de televisión, emisora de radio) responda al sistema imagológico de un momento dado» (Kundera, 1988).
Y los hombres abren otra botella. Y la pareja celebra su aniversario. Y chica ya no puede con más nigiris. Y el camarero le sirve el trío de atún para llevar en una bolsa de cartón marrón.
«El macho adora la femineidad y desea dominar lo que adora. Exaltando la femineidad arquetípica de la mujer dominada (su maternidad, su fecundidad, su debilidad, su carácter hogareño, su sentimentalismo, etc.), exalta su propia virilidad (…). El ideal del macho: la familia» (Kundera, 1986).
Cuando salgo por la puerta, me despido levantando la mano. Un gesto vacío cuando nadie te conoce, pero esencial en ese instante que ahora escribo y dejo atrás.