Tal y como me recordaba hace unas semanas la escritora Luna Miguel, Sartre diferenció el amor necesario de los amores contingentes. En cuestiones gastronómicas, creo que nuestros apetitos también pueden someterse a esta división. Vaya de antemano: que me perdonen los filósofos —y a los gastrónomos que les extrañe la asociación, les recuerdo que la revista Food & Wine nació en 1978 como suplemento de Playboy.
Según Sartre, la cosa iba más o menos así: un amor necesario es prioritario y señala que lo que une a esas dos personas es más fuerte que las propias circunstancias. Paralelamente, el amor contingente es fruto de una atracción, ya sea intelectual, emocional y/o física, y aunque se puede llevar a cabo en este esquema relacional, no alcanza el estatus que lo coloca en primer lugar de importancia. Puede darse o no, y la persona será feliz con o sin él. Lo importante de todo esto, en ambos casos, es la capacidad de reconocer que existen otros afectos —y de que los afectos son cambiantes, tanto en intensidad como por novedad— y la voluntad de apertura hacia ellos que resulta en su aceptación.
Cuando Luna me lo explicaba —y, por cierto, algún día debería abrir un consultorio del deseo y cobrar mucho por ello—, sin querer iba trazando las paralelas con el deseo del comer y sus relaciones. Partiendo de la base de que comer es indudablemente necesario para la vida, está claro que nos podemos relacionar con el comer de muy distintas maneras, tal y como expuso Sartre con los amores. Así lo llamo yo: apetitos contingentes y apetitos necesarios.
Me explico. Tengo algunos amigos a los que no les gusta comer. Multitud de alimentos son excluidos de su dieta por cuestión de sabor, textura o qué sé yo. Antes les hacía lo que creía que eran las preguntas adecuadas para desenterrar ese profundo trauma que les impedía siquiera pensar en un tomate rozando sus labios —o cualquier cosa con semillas, como cuenta que le pasa Mario Vargas Llosa en la serie de su hijastra, La Marquesa (Netflix), que retrata unos días de la vida de Tamara Falcó.
Ni Vargas Llosa —aún— ni mis amigos han conseguido darme nunca una mínima respuesta que me permita seguir poniéndome socrática. Ni ellos mismos saben por qué no pueden comer algo y a veces la respuesta se limita a un "porque no me gusta". Como no podría ser de otra manera, a estos amigos tampoco les gusta cocinar y siempre me dicen que serían mucho más felices si pudieran consumir a diario unas píldoras, unos batidos tipo Soylent o unas barritas que sustituyan algo que se les hace tedioso: escoger alimentos, prepararlos y comerlos. Todos dicen que el tiempo es el principal problema, que no tienen suficiente. Cocinar se les hace demasiado pesado para el poco placer que les aporta comer. Todo esto me hace pensar en que el comer, para ellos, es un apetito contingente.
Yo intento entenderles, ofrecerles algún consejo que no me han pedido, comentarles que en muchas ocasiones es cuestión de prioridades. A veces me hacen sentir que esta preocupación mía por el comer bien, sea en casa o en otra parte, es algo que ellos no se pueden permitir desde la precariedad de unos oficios, unas jornadas y unos ritmos de vida que degluten el tiempo y la energía masivamente —y que en realidad son también los míos, aunque intento cada vez más que no lo sean y alguna suerte tengo.
La relación contraria, la del apetito necesario, es la que mantienen las personas a las que les gusta comer con lo que deciden comer. En este sentido, las cuestiones a determinar son amplias: qué comer, en qué momento del día, quién lo prepara, acompañado de qué otros comeres y beberes y de quién, en qué orden, dónde comerlo, qué hacer luego e incluso qué debe sonar de fondo para los más melómanos. Todas estas decisiones que revisten el comer como el rebozado al pescaíto frito son y no son comer propiamente dicho, pero son fundamentales para el que le gusta comer. Es más, forman parte de su vida ya que su cerebro está programado para que sus circuitos deliberen para conseguir el placer óptimo de lo que finalmente entrará por la boca y ascenderá, en parte, hasta el epitelio olfativo, casi rozándonos el cerebro por fuera y, evidentemente, por dentro.
El apetito se convierte en un amor necesario en cuanto que el comer —y esto suele incluir el beber en la mayoría de los casos— ocupa un espacio más o menos central en su vida, y de vital importancia para el bienestar —me atrevo a decirlo— psicológico de este amante gastronómico. Porque la gastronomía —en esta columna siempre hablamos de gastronomía latu sensu, como sinónimo del comer— se ha incrustado de tal manera en la vida de estas personas que el acto cotidiano y vital que es comer ha dejado de ser lo anodino y rutinario que podría llegar a ser esta operación masticatoria, deglutoria y digestoria que las mujeres españolas, que viviremos una media de 85,1 años, ejecutaremos unas 93.184,5 veces en toda la vida.
Tal y como en el deseo, en estos otros apetitos impera una logística compleja que deberíamos hacer fácil por el bien de ese intangible que nos alimenta el cerebro, que todos perseguimos todo el día de muy distintas formas y que los griegos llamaron hedoné. Porque si otro griego dijo aquello de panta rei, es decir, "todo fluye" o, dicho aún más bonito, "En los mismos ríos entramos y no entramos, somos y no somos", o más sencillo, "No te bañarás dos veces en el mismo río", y si aún, un japonés, el filósofo Motoori Norinaga, desarrolló un concepto para denominar la conciencia de que todo es transitorio y nada permanece (物の哀れ: "mono no aware"), quizás en nuestra búsqueda incesante del placer tiene que caber la elasticidad que permita apreciar lo esencial y verdaderamente importante: un vaso de agua cuando tienes sed.