Los mejores días de la formación del paladar transcurren en otoño, entre "la bruma y la dulce abundancia", como escribió John Keats. Pocos han igualado la precisión del poeta inglés a la hora de sintetizar el espíritu comestible de estos meses. Solo los pintores del barroco lo consiguieron antes, con frutos cuya belleza radica en la erosión del tiempo y que, retratados en su punto álgido, evidencian que la madurez es enfrentarse con dignidad a la decadencia venidera. Posteriormente, esa misma idea la desarrolló el cineasta Éric Rohmer en su «Conte d'automne», donde se sirvió de los vignerons de Côtes du Rhône para plasmar el temperamento de su viticultura protagonista que, como todos los hombres y mujeres del vino, es heredera de Keats.
La cocina del otoño no es para nostálgicos, para eso existen el verano y el invierno, con las vacaciones, la familia y el sabor de antaño como eje de la búsqueda del tiempo perdido. Tampoco es para ingenuos u optimistas, para eso tenemos la primavera y sus sirenas. No. El otoño es para los estoicos, los que a pesar de la cruda realidad, siguen entusiasmándose con lo más sencillo y mundano. Es para aquellos que aceptan el dictado de la naturaleza, los antojos del clima y siempre dan gracias a la cocinera. Los que equilibran el memento mori y el carpe diem. Aquellos cuya mesa se funde con ese mantel de hierbas y hongos que es el sotobosque. Los comensales somos ahora flâneurs en el monte.
Hace años escribí que el otoño es la Disneylandia del gastrónomo. Lo mantengo, pero también es una escuela. No está reñido, la diversión puede aportar aprendizaje y viceversa. El otoño nos exige ampliar el vocabulario. Al coleccionista de restaurantes le da igual: come setas. El comensal, en cambio, distingue níscalos, amanitas, boletus edulis, trompetas y gurumelos; y sabe que tanto monta rebozuelo que chantarela, zizahori o rossinyol. No falla, cuando uno abandona vocablos como setas, árboles, pescados, queso, caza o vino para llamar a cada cosa por su nombre, el paisaje deja de ser una postal para convertirse en un libro. Porque las palabras de la despensa otoñal no viajan livianas, van cargadas de caminos, lluvia, migrañas, recetas, oficios, fiestas y toponimias. Al fin y al cabo, nadie aprende lo que es una becada sin la épica de su odisea.
Sin embargo, las verdaderas escuelas, aquellas que forman a nuestros cicerones culinarios del mañana, tienen por delante un otoño bien diferente. Los centros educativos de hostelería recibieron un duro golpe durante el confinamiento y sus profesores siguen aún hoy haciendo encaje de bolillos. La mayoría de los estudiantes no solo se quedaron sin clase y sin prácticas, además perdieron los trabajos con los que compaginaban y, sobre todo, pagaban sus estudios. Una quinta de chavales motivados por el éxito y los fuegos artificiales de dos generaciones brillantes de empresarios, cocineros y sala que han cambiado el oficio y la expectativa en el sector, y que quizá debieran aparcar la visión del stagier y apostar en este momento por la del aprendiz. Es decir, no asumir que son mano de obra barata que viene y va, sino un potencial trabajador que necesita y anhela una cocina donde aprender y crecer. Nuestros otoños también dependen de ellos y ellas, los legítimos herederos de Keats.