Charles De Gaulle dijo en la Asamblea francesa que un país que produce 246 variedades de queso es ingobernable. Puesto que la Associació Catalana d’Elaboradors de Formatge Artesà ha contabilizado 250, solo en Catalunya -dato no contrastado, ya me perdonarán- si sumamos las del resto de la Península, hay que deducir que España debe ser aún mucho más ingobernable. Y que si los franceses son chovinistas, aquí somos unos fanfarrones.
Y es que España siempre es más, y gusta de presumir a veces de cosas bastante curiosas como las corridas de toros, hacer trampas en la declaración de la Renta, la conquista de América -sí ya sé, eran otros tiempos- y de un estilo y calidad de vida insuperables, que por otro lado los datos se encargan de desmentir, hecho que no impide que todo español repita aquello de que "aquí se vive como en ningún sitio".
Ahora me viene a la cabeza ese eslogan-chascarrillo que se sacó de la manga una cadena de televisión que decía: "Soy español. ¿A qué quieres que te gane?". Pues hombre, que España lo hiciera en gasto social, en inversión en educación, en ciencia y sanidad sería un puntazo, la verdad. O en conciliación. ¿Pero qué importa eso, cuando tenemos un clima tan privilegiado que los jubilados de media Europa van locos por instalarse aquí para poder comer paella o tortilla de patatas, y encima pueden hacerlo a las once de la noche?
Porque otra de las cosas de las que España se siente muy orgullosa es de sus infames horarios. Y de los de la restauración especialmente. Esa cosa tan española de poder comer a las cinco de la tarde y cenar de las diez y media de la noche para arriba. Y claro, ahora tenemos una pandemia que aconseja reducir la actividad social tanto como se pueda, y a los restaurantes se les han impuesto restricciones de aforo y de -¡pardiez!- horarios. Y se ha liado la de Dios.
Vamos a dejar de lado que en muchos países, con tasas de incidencia acumulada del virus infinitamente menores a la -pongamos que hablo- de Madrid, han decidido no imponer a los establecimientos a qué hora tienen que cerrar, sino que directamente no les dejan abrir.
Aquí, resulta que aún se puede cenar fuera de casa mientras el coronavirus se está corriendo la juerga de su vida, pero nos piden que vayamos pronto. Digamos que a aquello de las nueve o, en todo caso, antes de las diez, porque a las once el restaurante tiene que cerrar. El resultado: el primer fin de semana de restricciones, 75.000 anulaciones de plazas reservadas, según datos de la Asociación Hostelería Madrid.
Porque, claro, a ver quién es el guapo que le dice a un español que cenar a las ocho y media o a las nueve o nueve y media es mucho mejor para todos -tanto clientes como trabajadores de la restauración-, que son los horarios que se gastan en la mayoría de países de nuestro entorno, y que con pandemia o sin ella debería ser lo normal.
A un español, que no venga nadie a decirle a qué hora tiene que comer o cenar, porque aquí -sobre todo jueces muy interesados en gobernar e irse de puente- somos muy de defender los derechos fundamentales -excepto la sanidad, la educación...- "y yo no mandé mis naves a luchar contra los elementos", que dijo Felipe II, el primer español muy español que se dio cuenta de cómo las gastaban en Europa. Almorzar y cenar pronto es, por lo visto y para muchos -recuerdo, 75.000 reservas anuladas- tan antiespañol como el comunismo era antiamericano para el senador McCarthy. De locos.
Tener que explicar por qué en esta situación que vivimos, y viviremos no menos de seis meses más, es bueno adaptarse y cambiar un poco nuestros hábitos roza lo lamentable en una sociedad adulta. Pero allá vamos. Lo apuntaba el otro día Jorge Guitián en Twitter: reducir el número de horas en las que hay gente por la calle, evitar la tentación de seguir la juerga y, sobre todo, claro, un efecto disuasorio -que nadie niega-, ya que habrá gente que preferirá no salir. Y todo esto, en la situación actual, es bueno y necesario.
Pero que haya habido Setenta y Cinco Mil Hijos de San Luis defensores del antiguo régimen y el absolutismo horario, pues qué quieren que les diga. Los Hijos de San Luis que llegaron a España en 1823 eran cien mil y franceses, que seguro que a las nueve estaban cenados, y se podían dedicar a bombardear Cádiz justo cuando las tropas liberales se sentaban a la mesa. Si es que en esto de cenar pronto, todo son ventajas.