Yo quiero verte danzar, como derviches tournant que giran*.
Yo tenía por entonces 12 años y aquella música fue una revelación. Veníamos del año en el que Marta tenía un marcapasos, en el que Rufino te invitaba a comer langostinos y aquella letra fue como un destello inesperado al doblar una esquina. Era posible hacer otra cosa.
Por entonces ellos las preferían muy, muy gordas, la funcionaria asesina era buscada por la policía y Loquillo aireaba su machirula sed de venganza a punta de navaja. Y allí estaba aquel hombre de perfil imposible, demostrándome a mí, que por entonces sólo pensaba en viajar a Los Ángeles para ver jugar a Magic Johnson, que no sólo existía otra música sino que era mucho más interesante.
Tardé aún más de 15 años en empezar a escribir sobre gastronomía. Antes me dediqué a la música, o al menos lo intenté. Tuve la suerte de que me abrieran las puertas de un periódico local durante unos meses para escribir sobre un disco cada dos semanas. Y de nuevo, como me ocurrió con la música de Battiato, volví a verme atraído por las intersecciones, por esos territorios en los que las cosas no son ya lo que eran y se convierten en algo nuevo muchas veces más interesante.
Volví, sin saberlo, a las revisiones del pasado, a las fusiones inesperadas, al cruce en el que la alta cultura se encuentra con lo popular. Y ahí encontré a Umberto Eco, que lo explicaba todo y hacía que pareciese sencillo. Y de él pasé a Pareyson, a Croce, a Vattimo. De pronto tenía ante mí todo un mundo que ni había pensado y, de rebote, una Italia que era más que pizza, que italodisco y que películas de Jaimito, Pierino para los puristas. Y con esa Italia, otra forma de entender los fenómenos culturales y, sobre todo, la convicción de que el límite cerrado entre alta y baja cultura pertenecía a otro momento que no era ya el mío.
Y era ahí, en esa convicción, en ese lugar en el que las aguas se mezclan, donde ocurrían las cosas más interesantes.
Entonces oí hablar de Arzak. Quizás fuera Arguiñano en su programa, tal vez mi madre tras leer algo. Y descubrí la Nueva Cocina Vasca, el pastel de cabracho, la lubina a la pimienta verde de Subijana y todo un mundo en el que lo local y lo importado, lo ancestral y lo contemporáneo se daban la mano en platos nuevos que simultáneamente podían ser tradicionales y absolutamente nuevos.
Tuve una epifanía. La cocina no era sólo esos platos de toda la vida, no era únicamente casas de comidas. Era eso, pero era, al mismo tiempo, mucho más. Era algo que encajaba con esa sensibilidad cultural que había descubierto.
La cocina era lo que llegaba al plato, el producto y la técnica a la que se sometía hasta llevarlo a la mesa, pero era también el proceso intelectual que encerraban todos esos procedimientos, era el saber acumulado de generaciones. Podía ser actual, podía renovarse sin caer en el esnobismo y en la parodia que eran lo que a mí, como a la inmensa mayoría de la población, me había llegado hasta entonces de la cocina contemporánea. Lo del plato grande y la ración pequeña, lo de la hojita de cebollino y la cuenta abultada, ya sabes.
Era mucho más. Tenía la capacidad de ser infinita, de relacionarse con otras manifestaciones culturales, de ser popular sin perder su valor. Ganándolo, de hecho, en muchos casos, gracias a eso. Podía hibridarse, mutar, autoficcionarse, parodiarse a sí misma, proponer futuros que quizás nunca llegasen a materializarse más allá de un plato, de un restaurante, de un libro.
Todo esto coincidió con la eclosión de la revolución culinaria española. Por entonces ya había alucinado con la simple idea de la raspa de anchoa frita de Josep Mercader, servida por primera vez en 1971 y que aún hoy, medio siglo después, sigue escandalizando cuando se presenta, como le está pasando en estos meses al gallego Iván Domínguez con su versión del plato. Hay cosas que nunca cambian.
Seguía paso a paso, como una fan de los Beatles, cada novedad que aparecía en prensa o en televisión sobre Berasategui, Santamaría, Adrià o Joan Roca porque de pronto empezaba a hablarse de cocina en relación con otras cosas: con el arte, con la música, con la química, con las ciencias sociales, con la ecología o con la literatura. Se estaba creando un campo de juego en el que se podían cuestionar las reglas y en el que me apetecía mucho jugar.
Pude, por esa época, empezar a viajar. Y oí hablar de cocineros a los que aquí nunca nos referíamos; leí sobre platos, tradiciones, enfoques diferentes a los nuestros que nosotros simplemente ignorábamos: Marchesi, Käfer, Wohlfahrt, Santini, Jereme Leung, Wakuda… Mi primer texto sobre gastronomía hablaba sobre la simbología del maíz morado en las culturas indígenas norteamericanas. Quería llegar a relacionarlo con la popularidad de la cocina tex-mex contemporánea, aunque abandoné mucho antes. Quizás me puse el listón un poco alto de más para un primer salto.
Me fascinó cómo en Estados Unidos, sin la sombra permanente de Francia a la vuelta de la esquina, había, por supuesto, una versión edulcorada de la Nouvelle Cuisine para quien quisiera pagarla, pero a su lado existían toda otra serie de tendencias gastronómicas seguramente más interesantes, todo un listado de nombres que aquí sonaban poco y que tenían que ver con otras vías, otros enfoques y otras posibilidades.
Alice Waters, Nobu, Wolfgang Puck, Emeril Lagassé, Paul Prudhomme, Rick Bayless. Gente que fusionaba su cultura con la alta cocina clásica o con la tradición occidental, que reinterpretaba libremente, sin los corsés del academicismo y que enriquecía el panorama de una manera tan importante que sería imposible entender la cocina actual, también la nuestra, sin ellos.
Descubrí que más allá de la burbuja española -importante, pero burbuja al fin y al cabo por lo que tenía de autorreferencial- había aún más cocina, más tradiciones, gente que no sabía quién era Adrià ni Quique Dacosta, pero que hacía su propia cocina contemporánea, desde su tradición cultural y desde sus referentes. Había oído ya que una sardina podía ser mejor que un bogavante, pero nadie me había dicho que un plato de ancas de rana cajún pudiera ser tan interesante como una espuma de humo, que la tradición de los inmigrantes japoneses en California, Perú o Australia pudiese aportar tanto como la cocina mediterránea, por mucho que vinieran de un poco más lejos de nuestro ombligo.
Fui entendiendo poco a poco que, como ocurre en el mundo de la música, lo peor que le puede pasar a la cocina es caer en la endogamia y no mirar hacia los lados. Lo vi bien a las claras cuando por esta parte del mundo en muchos casos se ninguneó, de entrada, la aportación de la nueva cocina escandinava. Y aquí estamos, 15 años más tarde, hablando de cocinas atlánticas, de recolección de hierbas silvestres, de algunos fermentados y de toda una serie de cuestiones que a buenas horas íbamos a mencionar si no hubiese sido por ellos.
Aprendí el valor de abrir las ventanas y dejar que entre el aire. Comprendí que la gastronomía hay que probarla y hay que leerla con la misma intensidad. Quizás, si me apuras, más de lo segundo que de lo primero, si hay que elegir. Aprendí que la gastronomía está en el plato y en los libros, que está en las viñas y en el cuchillo de desangrar al cerdo; que está aquí pero también está fuera, en los restaurantes y en las fiestas de aldea, en las casas de comidas y en las asesorías que cocineros con estrella reparten por el mundo. En un bocadillo y en un melocotón Melba, en Barcelona y en las Islas Feroe, en el muelle de descarga de un pueblo de la Costa da Morte y en el stagier que desespina caballas durante cuatro meses.
Aquella falta de complejos, aquel acercarse a otras culturas con actitud curiosa, aquel reformular el bagaje cultural que había atisbado antes de la adolescencia en letras que hablaban de Radio Tirana, de música balcánica y que preferían la ensalada a Beethoven y Sinatra era el lugar en el que ocurrían cosas, el lugar en el que se cuestionaba todo y en el que todo podía ser nuevo, ese espacio abierto que te demuestra siempre que hay mucho más de lo que conocías y que lo único que tenías que hacer era mirar un poco más allá. Y eso es lo que hizo que decidiera quedarme en ese sitio.
Este texto no es un homenaje a Franco Battiato, aunque su fallecimiento haya servido para poner, por fin, orden en unas cuantas notas que tenía en cuadernos desperdigados por la casa. Más allá de cuatro o cinco canciones a las que vuelvo con cierta frecuencia creo era un maestro del name dropping y de la referencia culta por el simple hecho de dejarla caer, un personaje de extraños vaivenes ideológicos y un cierto gusto por la cultura como provocación que parecía gustarse muchísimo.
A mí me sirvió, pese a esa definición que no sé si lo deja en un gran lugar, para asomarme por primera vez a un mundo cultural más líquido, más fluido y más diverso desde el que aún hoy, casi 35 años después, me enfrento a la gastronomía. También me sirvió para ir a Tozeur, que antes era solamente un nombre en un mapa, a ver pasar los trenes hacia la frontera. Y a comer dátiles y visitar el mercado, ya que estaba.
Aquel fogonazo a finales de los años ochenta, quizás sentado en un banco tras un entrenamiento, bebiendo una Coca-Cola a medias con amigos, me sirvió para entender por primera vez que la cultura podía ser otra cosa. Me dejó a un paso de asumir que la gastronomía podía ser, también, de otra manera. Y ahí sigo, supongo que en parte gracias a aquel señor de nariz enorme que, sentado en una alfombra persa, cantaba cosas que yo no acababa de entender pero que tenían una resonancia nueva.
*Con la pequeña ayuda de mis amigos Huy de Malcocinado, a quien le copio el estilo, y Summers, Luz, Gurruchaga, Loquillo y Battiato.