Madrid-Siberia por la tormenta Filomena. Guerra de bolas de nieve en plena Gran Vía, esquís, fotos y risas. Aterricé en Madrid cuando ya solo quedaba hielo, cornisas a punto de caer y árboles ya caídos en las calles. Fue como entrar en medio de ese informativo televisivo insistente y lejano visto desde la periferia en la que Madrid siempre es protagonista de la historia. Pero solo la fiesta fue noticia.
Me recibe una placa de nieve que tapa un tercio de mi ventana y una nevera vacía.
Solo tres zanahorias arrugadas, menguadas y ennegrecidas resisten en el cajón de la verdura. Las miro con desdén y las tiro sin miramiento a la basura. Salgo con la bolsa de tela disparada al súper antes de que cierre. Y allí, la imagen que no vi en los telediarios.
Lineales vacíos. No hay leche fresca. Me apresuro y cojo las dos últimas berenjenas en dudoso estado de tersura. Ni rastro de cebollas, ni de repollo, ni de puerros, ni de zanahorias. El remordimiento se clava en la conciencia y va a parar al cubo de la basura.
Una vez más los lineales vacíos son como agujas en la frente de la memoria. Una acupuntura que recupera el pasado próximo sin harina y sin levadura. (El papel higiénico fue solo anécdota). Ese vacío distópico de Soylent Green, una película con Charlton Heston que comienza en un no tan lejano ya 2022 donde hace mucho que no hay comida. Solo la que vende una compañía que cuenta con el monopolio de la industria y de la distribución alimentaria: latas de un “alimento” verde de receta secreta en el que se asegura el plancton como ingrediente principal. Solo algunos hombres —trabajadores de la compañía—viven en hoteles de lujo con aire acondicionado que refresca sus caras frente a los sudores del calentamiento global, disfrutan del agua corriente, de la electricidad y de algún tomate e incluso puede que de un trozo de buey, que obtienen del mercado negro a precios estratosféricos.
Es ficción, pero la memoria de la gastronomía de la escasez y la vulnerabilidad de la producción y de la distribución alimentaria no. Tampoco las consecuencias del calentamiento global. Tormentas, heladas, sequías, lluvias. Cambio climático ante el que nada cambiamos.
De camino a casa leo sorprendida en la puerta de un establecimiento cerrado el cartel “Ya hay pan” y recuerdo la tienda “Panes y Peces” de El Cuento de la Criada de Margaret Atwood, esa que casi nunca está abierta “¿para qué molestarse en abrir si no tienen qué vender?”. Una distopía en la que solo las familias aventajadas por el sistema pueden hornear su propio pan pero en la que la pesca marina dejó de existir. “Las noticias dicen que las áreas costeras están en reposo”, pero la protagonista sabe que el lenguado, el abadejo, el pez espada, las vieras, el atún y la langosta se han extinguido. Es un rumor transmitido con “palabras mudas”.
Con la bolsa en la mano pienso en lo tanto que he pagado y en los ingredientes que me faltan para la sopa de la cena. Me animo pensando en el pollo ecológico que acabo de comprar, pero es inevitable recordar las tres zanahorias-momias en la basura. Me abalanzo sobre el cubo, con la esperanza de recuperarlas y hacer aquel juramento a lo Scarlett O’Hara. Pero ya es tarde. No hay rescate ni escena fílmica. Solo sopa sin zanahoria ni repollo ni puerro ni hierbabuena, pero con pollo y fideos. Que siga la fiesta.