Perdonen que insista, pero el otro día volvió a suceder. Una persona se quejaba en Twitter del precio de las magdalenas. Por cierto, recomiendo a todo articulista en apuros por falta de tema para su columna que busque inspiración en Twitter. Es inagotable, se trate del tema del que se trate. Pero volviendo a la cuestión que nos ocupa, concretamente, esa persona protestaba por la subida de precio de los bollos —y en pocos días— en su supermercado habitual. Y añadía, con toda sinceridad, que no le vinieran con cuentos, que eso no era por culpa de la guerra en Ucrania, sino porque los de la cadena de supermercados la aprovechaban como excusa y eso los convertía automáticamente en unos ladrones de tomo y lomo. Así, con un par.
De entrada, uno podría limitarse a aquello del first world problems y pensar que qué suerte tienen algunos de vivir en una parte del mundo cuyo mayor problema es la subida de precio de una bolsa de magdalenas, y cuan estúpido es quejarse por ello. Porque mira, si se hubiera quejado por el encarecimiento de la carne, los tomates, el pollo o las verduras, aunque también hubiera insinuado un complot conspiranoico de vaya usted a saber quién, pues uno, o sea yo, —de natural bondadoso— se hubiera sentido más inclinado a mostrar los muy cristianos sentimientos de la comprensión y el perdón.
De hecho, puede ser que nuestro tuitero, que por su bien espero que también coma carne, pollo, tomates y verduras, sí opine que el precio de todos estos alimentos haya subido a causa de la invasión rusa. Casi seguro que es capaz de ver las implicaciones de una guerra cercana en su producción, pero por alguna razón no es capaz de darse cuenta de esa misma implicación en el caso de sus magdalenas, probablemente fabricadas aquí mismo.
Simplemente, no es capaz de ver que una magdalena es un conjunto de ingredientes, entre los cuales hay como mínimo dos —la harina y el aceite de girasol— de los que Ucrania es o era un enorme productor. Y no solo eso, sino que además, si damos por hecho que sí entiende que la guerra ha encarecido en general lo que comemos y aquello con lo que se produce lo que comemos, su enojo aún resulta más incomprensible. Pues nada. Él a lo suyo y Fuenteovejuna todos a una y las magdalenas no se tocan. Es que por no darse cuenta, creo que no se entera de que las putas magdalenas hay que cocinarlas y eso quiere decir, oh cielos, calor, energía, gas, electricidad, porque aunque se lo ponga en la bolsa, seguro que no están cocinadas al horno de leña.
Al final, todo esto lo que viene a demostrar una vez más, y por eso mis disculpas iniciales, es cómo de desconectados estamos de aquello que comemos y sobre cómo y dónde se produce lo que comemos. Nuestro amigo, no ve las magdalenas como la suma de trigo, aceite de girasol y otros ingredientes, lo cual me parece muy peligroso desde el punto de vista de la salud pública. Para él, las magdalenas son un ente en sí mismo, una unidad, una única cosa, como si crecieran en los árboles de un frondoso valle de Asturias, como las manzanas. Por otro lado, es admirable que aún quede gente que no se sienta interpelada por la globalización.
Pensando como este tuitero es mucho más fácil que la industria nos la cuele y haga pasar como saludables productos que claramente no lo son, si te molestas en mirar la lista de ingredientes con una lupa, no en el sentido de escudriñarla —que también—, sino por la letra minúscula con la que normalmente está escrita e impresa en los envoltorios.
Por eso, igualmente, es importante cocinar. Porque, en cierto modo, nos ayuda a darnos cuenta de que, muchos o pocos, eso que comemos está formado por varios ingredientes y que es importante que estos sean buenos. Ya está, ya he terminado. Me voy de vacaciones unos días.