Así está la cosa de tosca. El imperio del azúcar, los umamis y las salsas groseras y el de los huevos fritos con todo es el actual imperio de los sentidos. Todo peca por exceso de gusto. Sabores gordos que invadan forificadamente el sentir, vulgaridad apta para que cualquiera crea que sabe a lo que sabe y quede satisfecho de sí mismo. Ésta es la política gastró: cafelito para todos. Que a nadie se discrimine, todo Dios tiene derecho a disfrutar sin que se sienta ofendido, aunque por su propia brutalidad fuere. "Hay que empoderar la cocina para todos y todas", se oye por ahí cual karma repetitivo. "Señores cocineros: cocinen para que hasta los agéusicos y anósmicos se enteren de lo que comen".
Consecuencia: "Oiga, camarero, pero esto qué es, ¡virgensanta! Llévese este bogavante desnudo y tráigamelo con dos huevos fritos encima… ah, ah, espere, y bien de papas fritas. A mí me gusta la comida de verdad".
Al parecer, hay que servirlo en bandeja para que sea reconocible a ojos vista y cocinarlo simple y básicamente para que sea reconocible a boca llena. Pero la cocina de nivel no debe ser así. La complejidad es su hermana, la delicadeza, su hija. Ahí reside el mérito y el orgullo del maestro de cocina que debería ansiar tener sentado a su mesa al buen comensal capaz de apreciar en lo que vale su labor y oficio, su maestría, pues la delicia de un plato requiere de finura, de búsqueda, incluso de adivinanza o cierto esfuerzo por detectar los sabores recónditos.
Ya no está bien visto ser un finolis de pico fino. A la hoguera con los connaisseur que antaño fueron los ases de la baraja de la Gastronomie. Los gastrónomos están/estamos acabados. Desprestigiados, optamos por un perfil bajo en nuestras afirmaciones y tragamos con lo que nos echen de comer sin decir esta boca es mía. Amedrentados e incluso timoratos ante la reacción ajena, no osamos mostrar nuestra sapiencia y especialidad, prefiriendo no hacer patentes los aspectos negativos de la realidad culinaria. La crítica también ha muerto. ¡Viva el buenismo general!
Por ejemplo y hablando en francés, parece que ahora le ha tocado el turno a su cocina, la compadezco. Sus excelsas y finas salsas están pasando por gracia de muchos de nuestros cocineros/verdugos por la guillotina de un afrancesamiento fake que vuelve su aristocrática sutileza en grosor populachero. Incluso en los tan de moda restaurantes de alto copete y grandeur cuecen las habas del burdo truco o el descuido.
"No me acaricies, a mí dame coces, que me pone más y marcho tan campante". Éste es el gastromasoquismo imperante. Food porn, creo que lo llaman. Es decir, comida hecha por cocineros pornógrafos para clientes pornográficos.
Queridos maestros de la cocina, en verdad, en verdad, os digo que "no echéis lo santo a los perros, no echéis vuestras perlas a los puercos pues no sea que las pisoteen y después se revuelvan para destrozarlas", como así dice el profeta (Mateo 7:6). Aplíquese el cuento.