No me interesa Masterchef. No lo veo y por tanto de la polémica entre la concursante Saray, su perdiz sin desplumar y el jurado sé lo que he podido leer estos días, un poco por todos lados. De todas formas, lo que sí me ha llamado la atención, entre todo lo que he leído, han sido los lamentos de algunas personas por “la deriva” que había tomado el programa concurso.
A ver almas de cántaro, Masterchef siempre ha sido un reality. Nada más y nada menos que un espectáculo televisivo guionizado, donde lo de menos siempre ha sido la cocina, no digamos ya la gastronomía. Si la cosa fuera de carpintería, albañilería o macramé, podría tener el mismo formato y los mismos concursantes.
Vi, creo recordar, los dos o tres primeros programas. Decidí que no me interesaba por las mismas razones que no me interesan Gran Hermano, Supervivientes u OT y a otra cosa mariposa. Y sobre la versión junior, sólo puedo y debo decir que me da auténtico asco. ¿A qué sádico se le ha pasado por la cabeza que era una buena idea un programa en el que se aprietan las tuercas a niños -a veces muy pequeños- y que se emite a las tantas de la noche para que los adultos vean cómo se abusa de ellos?
Creo que los primeros que deberían protestar por un programa como Masterchef son los propios cocineros. Pero como me dijo uno, un día que yo le mostraba mis objeciones al formato, “lo importante es que se hable de gastronomía en la televisión”; o sea, esa idea, de que este tipo de artefactos culturales ayudan, en cierto modo, a que los cocineros se ganen el puchero.
Pero también esa otra -un poco antigua y que la era digital está a punto de jubilar- muy típica de la cultura popular de masas, de que si quieres ocupar un papel en la vida de las personas tienes que salir sí o sí en la tele.
A mí me parece que un programa en el que los concursantes pretenden ser masters antes de ser chefs -ya no digamos simples cocineros de partida- contribuye a transmitir la idea de que cualquiera puede ser cocinero profesional -cosa que no es cierta-, del mismo modo que OT da a entender que cualquiera puede ser una estrella de la música ganando un programa de televisión. O que alguien, cuyo mayor mérito es haber ganado Gran Hermano o participado en él, se convierte automáticamente en una persona sin cuyas opiniones el resto de la humanidad no puede vivir y, por tanto, se puede considerar con todo derecho un tertuliano, o aún peor, periodista. Pero debo estar equivocado.
Y ya sé que estamos en el siglo XXI -que nos está quedando precioso, por cierto- y que las manifestaciones culturales alrededor de lo que sea adoptan y se deben adaptar a los medios de difusión y de producción cultural propios de cada momento. No quiero ni pretendo que la gastronomía y la cocina queden relegadas a un ámbito académico, ni tan siquiera a los libros o artículos como este.
En redes sociales, por ejemplo, se puede crear contenido excelente -estos días hemos visto esto y lo contrario- y en internet proliferan los portales de información gastronómica e incluso los hay que, como este, son buenos. Prensa, libros -como no- y por supuesto radio y televisión han dado muestras de sobra de que son excelentes medios con los que comunicar bien la gastronomía.
De hecho la combinación televisión gastronomía viene de largo y funciona tan bien como un Gimlet. No la vamos a descubrir ahora. Los hermanos Torres protagonizaron Cocinados, Ricard Camarena Cuineres i Cuiners en À Punt, y es imposible no mencionar el mítico Con las manos en la masa, de Elena Santonja, del que les recomiendo que busquen el programa en el que apareció Pedro Almodóvar, y en el que -España 1985- se pusieron hablar tranquilamente de violencia de género, mientras cocinaban pisto manchego y una caldereta de cordero. Netflix y plataformas de VOD también van llenas de gastrocontenidos de calidad.
Pero Masterchef es un trago amargo, tinto de verano, cerveza con limonada y la constatación, una más, de cómo el capitalismo lo acaba convirtiendo todo en banal y en hedonismo fácil, en un puro producto de consumo, y muchas veces del peor mal gusto.
Y la gastronomía se ha convertido en un gran producto de consumo de masas, en una moda, pensada para el foodie -que en parte ha desplazado a las amas de casa como objetivo de la publicidad de la industria de la alimentación-, que cree que lo sabe todo, pero que no hace más que repetir conceptos que ha visto en programas como Masterchef o leído en Monocle o en TripAdvisor, qué más da, en un encomiable ejercicio de la cultura del mínimo esfuerzo.
Porque aprender sobre cualquier cosa, lo que sea, requiere algo más de esfuerzo que seguir las cuentas en Instagram de los cocineros top, y leer dos revistas especializadas, del mismo modo que convertirse en un buen cocinero cuesta mucho más que ir a un programa de televisión y ganarlo. Y eso por mucho que desde Masterchef se empeñen en hacernos creer que desde sus cocinas se enseña todo lo contrario.
Dejo para el final el argumento más zafio que se suele usar para defender este tipo de cutreces. El de la falacia democrática, el de que eso es lo que la gente quiere, es lo que le gusta y es lo que mira, no hay más que fijarse en las audiencias. Ergo, si interesa a tanta gente es que está bien. Ahora votamos, por lo visto, también con el mando a distancia del televisor.
No voy, porque mis conocimientos no dan para tanto, a elaborar una teoría sobre la función de la cultura en la sociedad. También creo que tiene que haber de todo, y que el entretenimiento por el entretenimiento no tiene nada de malo, siempre que sea inteligente, respetuoso y digno. Pero algún día me gustaría vivir en un mundo donde la cultura sirviera, como mínimo, para educar en la belleza y la sensibilidad, así en general. No da pasta, pero por regla general, las personas con la sensibilidad de apreciar la belleza son más interesantes. Si además conseguimos que contribuya a difundir valores dignos y universales, miel sobre hojuelas.