Del distinto rasero con el que medimos la cocina y los cocineros top y a la cocina y a los cocineros no tan top ya hemos hablado todos mucho, lo cual no va a ser obstáculo para que yo lo haga —hoy y aquí— de nuevo. Que los de siempre una y otra vez sean los únicos elegidos para ejemplificar las virtudes que se supone debe tener un buen cocinero es de las cosas más extraterrestres de nuestro periodismo gastronómico, además de —obviamente— injusto.
Vaya por delante que superar una adicción chunga —excluyo el tabaco— siempre es un logro loable, del que hay que alegrarse, y del que hay que felicitar al que lo consigue, porque no se hace sin esfuerzo, dolor y sufrimiento propio y ajeno. Lo mismo se puede decir cuando se deja atrás la obesidad y se pierde mucho peso, por poner otro ejemplo. De lo segundo, puedo dar fe. De lo primero, afortunadamente, no.
Lo que sucede es que cuando se pone a un chef top, una y otra vez, como único ejemplo de superación de una adicción, se está reforzando este maniqueísmo, que ya no es que separe a los cocineros en dos categorías profesionales distintas, sino que lo hace en dos categorías morales diferentes. Porque parece que solo existan los de una de estas categorías —¿adivinan ustedes cuál?— y que solo lo que a ellos les sucede importa, porque, en definitiva, solo ellos importan. Y esto es aún más extraterrestre y más injusto, porque es un discurso y una dicotomía, como decía, muy maniquea.
No es de recibo que cuando lo logra un chef conocido se le presente como un modelo de superación, casi como un héroe, como un ser de luz dotado de una fortaleza que es la que explica no solo que haya logrado salir de la mierda, sino también que sea un gran cocinero y una gran persona. Es como que no pudiera ser que hubiera cocineros tops que fueran unos hijos de puta o unos pusilánimes.
Y todo esto mientras se ignora al montón de desgraciados a los que convirtieron en politoxicómanos a base de invitarles a coca —sí, eso sucedía en las cocinas— o de hacerles currar jornadas maratonianas, que solo podían aguantar cocidos en alcohol, y todo por un salario de miseria. De estos no hablamos, porque no existen. Aunque también hayan logrado salir de la mierda, solo existen ellos, los otros, los buenos, y solo sus historias de superación importan.
Me dirán que bueno, que para que cale el mensaje de que es posible dejar atrás las drogas, el alcohol o de que es posible —a pesar de ser cocinero— mantenerse en un normopeso adecuado siempre es mucho mejor tirar de personajes famosos, conocidos, mediáticos —llámenles como quieran— porque siempre tendrán más repercusión y audiencia, porque a fin de cuentas, como dijo McLuhan, somos lo que vemos y mensaje es todo aquello con capacidad para modificar nuestra percepción y nuestro comportamiento. Pero también fue el canadiense el que advirtió de que medio y mensaje era indisociables. Así que echen cuentas.
De nada sirve, o mejor dicho, nadie toma en cuenta las distintas condiciones materiales de existencia, que hubiera dicho Marx, de unos y otros a la hora de juzgar. Siempre es más fácil salir de un embrollo de estos cuando tienes un entorno fuerte, que te apoya, que cuando eres un currito que tiene que trabajar por mil pavos en un cocina covacha dieciséis hora al día.
Es lo que tiene la moral y la moralidad. Si el que cae es un top y sale a flote es un puto héroe. Si cae uno del montón, o yo o cualquiera de ustedes —que Dios les proteja y les favorezca— es porque somos o fuimos débiles y no hace falta decir nada más. Ni tan solo averiguar qué nos hizo caer y mucho menos si logramos levantarnos.
No sirven, nos servimos, ni como ejemplo. Porque ellos son cocineros de puta madre y por tanto inmaculados, perfectos y que pueden con todo. Qué duro y qué difícil tiene que ser eso de ser perfecto todo el día, ¿verdad?
Mira, que no sea esa la causa de que a veces, en un soplo de la humanidad imperfecta que aún les queda, ellos también caigan. Y que la coca, el Jack Daniels y comer desaforadamente sea el único consuelo que encuentran. Que no sea eso.