La memoria gastronómica es personal y colectiva al mismo tiempo, algo que ocurre con muy pocos fenómenos. Tiene que ver con nuestros recuerdos y, por lo tanto, con nuestras experiencias personales. Pero aún más allá de eso tiene que ver con cómo los percibimos y cómo los recordamos, por lo que cuenta con una base física y psicológica que la convierte en algo ligado íntimamente a cada uno de nosotros.
Y, sin embargo, al mismo tiempo, tiene algo de social y colectivo, de conocimiento transmitido. Es algo que está en el ambiente en la sociedad y en la cultura en la que nos formamos y que tiene que ver con su historia, con su clima y con su paisaje. Así que a la vez que profundamente personal es algo compartido, común, que se transmite de generación en generación.
Esa dualidad es algo fascinante y convierte a la gastronomía en una experiencia propia y única, pero al mismo tiempo también en algo que va mucho más allá de nosotros. Tal vez ahí esté parte de ese misterio que ha conseguido que algo tan prosaico como una necesidad fisiológica se haya llenado de contenidos y significados a lo largo de miles de años. No hay muchas necesidades físicas que hayan sufrido un proceso similar. Únicamente la alimentación y el sexo se han visto cargados de connotaciones, rituales, significados de una manera tan intensa. Tal vez sea porque son las dos únicas necesidades físicas que son radicalmente íntimas y al mismo tiempo necesariamente compartidas.
Es por esto por lo que no podemos entender cómo alguien se relaciona con la gastronomía sin conocer su bagaje, sin saber más de su experiencia, de su formación o de sus lecturas. Y sin entender el contexto en el que creció y en el que ha vivido. Da igual que hablemos de un cocinero, de un productor, de un escritor gastronómico o de nuestros hijos.
A poco que nos detengamos a pensarlo con calma, en los motivos que han llevado a que cada uno de nosotros entienda y se relacione con la gastronomía de una manera particular habría material para interesantes estudios psicológicos y antropológicos. Nuestras obsesiones, nuestras aversiones, aquello que nos atrae de una manera natural y aquello que nos incomoda, los sabores y los aromas a los que volvemos, los platos que nos hacen sentir en casa.
Lo innato y lo adquirido, lo racionalizado y lo inconsciente se dan la mano en una suma que no para de crecer en toda nuestra vida. Nuestra experiencia es más amplia, nuestros recuerdos se van difuminando, nuestros órganos del gusto y el olfato evolucionan con el paso del tiempo, nuestros conocimientos cambian, aprendemos nuevas cosas y olvidamos otras. Todo eso da forma a nuestra manera de entender la gastronomía.
La mía nace y se forja en Galicia, en una familia urbana, en un piso en el Ensanche. Por parte de madre soy nieto de un pianista que vivió en los años 50 en Francia e Italia y de una historiadora del arte nacida a orillas de la ría de Arousa. La de mi padre era una familia muy numerosa, diez hermanos hijos de una química que renunció a su carrera para criarlos y a la que no le gustaba demasiado la cocina y un científico que dedicó toda su vida a la universidad y que, en lo gastronómico, estuvo muy marcado por una estancia en Francia.
Me crié en Santiago, donde buena parte del año llueve y lo que te apetece son platos de cuchara. Y desde siempre tuve mucha relación con las rías: pasé mis primeros años en Vigo y mi familia tenía casa en Boiro, un pueblo de la costa en el que aprendí a hacer pesca submarina y a abrir un berberecho contra otro para comerlos como si fueran pipas.
Una empanadilla comprada de camino a la facultad en alguno de los despachos de pan artesano que aún había por aquella época, la menestra el día de San José en casa de mis abuelos, el olor del caldo hirviendo, al volver a casa de un entrenamiento una tarde de lluvia. Todo esto está ahí, en algún estante de esa biblioteca.
El pulpo en una carpa en las fiestas de la Ascensión, la empanada con los amigos en un pinar junto a la playa y el guiso de calamares de mi madre se dan la mano con recuerdos de ahumaderos de embutidos en los que puedes hundir un dedo en el hollín acumulado durante siglos en la pared o con el día que metí las manos en la cuajada del primer queso azul que saldría de una quesería en Córdoba.
La primera gamba roja que tomé en el restaurante Quique Dacosta, aquel mediodía en el que me abrieron una nevera en la cocina de una casa de comidas en la orilla obrera, frente a Lisboa, para enseñarme los pescados del día. Los viñedos en Epernay, los espárragos y las colmenillas en el KaDeWe de Berlín. Los primeros cangrejos de caparazón blando que vi en el desaparecido Dean & DeLuca neoyorquino.
La cerveza artesana en la isla de Arran, en Escocia, el cordero del Ojeda. Y su lechuga. Las cervezas en el Tremendo, el olor de los boquerones de Blanco Cerrillo o los pajaritos del Ruperto. El tikka masala que preparaba con mi hija cuando aún tenía que subirse a una silla para llegar a la encimera.
Las visitas al taller de Portaferrissa, el pescado a la parrilla en el patio, en la costa alentejana. La edición del Llibre del Coch que hizo Camilo José Cela, las charlas con Stefano Bonilli, acompañarlo para entrar en Roscioli y que nos hicieran una degustación de recetas clásicas romanas de pasta.
Los amontillados hasta el amanecer en la playa de Sanlúcar, el día que descubrí el té verde con piñones en Túnez. Los desayunos en un bar marroquí, en Madrid, de camino a la facultad y las visitas a olivares en Jaén.
Mi pequeña biblioteca de gastronomía, las charlas con cocineros, con escritores y con productores. Recuerdo una cena con el escritor González Ledesma en Murcia, hablando sobre albóndigas de sepia. Los mejillones en una terraza en verano, frente a la puesta de sol. La feria de Padrón y las papadas curadas en el mercado de Salamanca. Las tapas en Lugo y los bocadillos, de madrugada, en el desaparecido Frankfurt de la Rúa Nova de Abaixo. El Celler de Can Roca, Aponiente, Martín Berasategui, Casa Marcial y Casa Gerardo, la primera comida en Solla y la última (por ahora) en la Taberna da Rua das Flores. Cocinandos, Echaurren, Els Casals, los berberechos del Pandemonium, los pescados marinados de Toñi Vicente, la empanada de As Garzas.
Y junto a ellos los callos de O Padriño, la tortilla del Pontejos, los pinchos de El Lobo (para mí siempre “uno que sí”), la oreja del Cervino y la empanadilla del Carballo. El menú del día en el Oroña un día de trabajo; la felicidad de transcribir una receta de un manuscrito, de entrar en la biblioteca de Sebastián Damunt, del olor de un recetario antiguo en la Biblioteca Nacional. Recoger hierbas silvestres y cocinar con ellas. Esta tarde he vuelto a casa con una bolsa de flores de saúco.
Todo eso es sólo una parte de lo que hace que entienda la gastronomía de una manera concreta, lo que hace que mi experiencia sea única. Pero es, al mismo tiempo, lo que me hace estar convencido de que hablar sólo de restaurantes es injusto y es torpe. Los restaurantes son importantes, claro, como lo son los cocineros. No hay más que dar un vistazo a mi listado para ver que están ahí. Y junto a ellos, en igualdad de condiciones, son importantes las recetas de casa, los bares y las tapas.
Son importantes los libros, los manuscritos, las charlas con la gente, escuchar a los mayores, tomar notas; es importante cocinar, equivocarse, ver cocinar a otros, descubrir que a un plato le falta sal; es fundamental comer, beber, emborracharse y despertarse con resaca, ser feliz con todo esto. Vivirlo como lo que es, como algo único que forma parte de nosotros.
Cuando lo olvidamos, cuando nos empeñamos en ver sólo una parte de todo lo que convierte a la gastronomía en un fenómeno cultural complejo y apasionante, la empobrecemos, hacemos que un ecosistema tan brillante pierda parte de su diversidad, somos responsables de que la gastronomía se uniformice y, con ello, se convierta en algo bastante menos interesante.
Necesitamos recordar qué nos trajo hasta aquí. Si estás leyendo este texto y has llegado a este párrafo tu relación con la gastronomía es algo más que circunstancial. Y estás aquí por una suma de circunstancias similar a la mía, compartida en parte conmigo pero personal también en buena medida. Y en esas circunstancias los restaurantes son, seguramente, una parte, una más, con su importancia y cargada, como en mi caso, con mil recuerdos memorables.
Sin embargo, deberíamos ser capaces de contextualizarlos, de colocarlos en el lugar y la escala que les corresponde, de entenderlos como una parte de algo mucho más complejo y rico. Aunque los últimos años se hayan empeñado en llevarnos por otro lado y aunque en muchos casos los restaurantes hagan un trabajo admirable debemos recordar que hay más vida ahí fuera. Y que esa vida no sólo nos necesita sino que nosotros la necesitamos, para no olvidar lo que somos, para no perder de vista de dónde venimos y para seguir haciendo de la gastronomía algo que nos define y que es parte de nosotros.