Vaya por delante que no tengo nada en contra de la gente que se casa. Está genial eso de que una pareja celebre su amor por todo lo alto. Ahora, que odio las bodas, eso también. Entre otros motivos -tengo muchos- porque lo que veo en ellas son negocios disfrazados de fiesta, de desparrame, de kilos de maquillaje, de apariencia y de comida, mucha comida.
Y de esos kilos de comida va todo esto; los menús nupciales, esos festines gastronómicos capaces de crear tanta expectación, amor y odio como el mismísimo vestido de la novia. ¿Acaso recuerdas alguna boda a la que hayas asistido -la tuya propia no cuenta, estabas en una nube- en la que no se haya criticado la comida? Difícil, porque lo realmente importante de ese día no es la exaltación del amor, sino de la comida y de un curioso fenómeno gastronómico y social que se crea entorno a ella.
Todo empieza en el aperitivo; ese momento en el que los pintalabios y las corbatas todavía mantienen intacta su dignidad y se espera con ansia a que las primeras bandejas hagan su aparición. Te faltan manos, ojos y patas para salir a la caza de todo camarero que se cruce en tu camino, como si llevaras días de ayuno y estuvieras al borde del desmayo.
Pero como todo en la vida, las bodas se rigen por modas, y las modas cambian. Parece que ahora ya no se lleva eso de sentarse en una mesa durante horas mientras degustas el menú más largo de tu vida y tu trasero termina cual carpeta. Ahora se llevan los cócteles largos, de pie y moviditos, donde los rincones gastronómicos son la última tendencia; platos temáticos, cuanto más exóticos e internacionales mejor, y a los que se atrincheran largas colas de famélicos invitados; sushi, hamburguesas gourmet, tacos mexicanos, cortadores de jamón en vivo, showcookings, foodtrucks y las mesas más cotizadas, las del beber.
Ansias y ansias por comer por inercia, porque lo regalan (te has olvidado del sobrecito mágico), y sin que tampoco esperes obtener un gran disfrute de ello.
El segundo momento llega con el banquete. Ese salón vestido con sus mejores galas al que, bajo una aparente calma, van entrando los invitados mientras rezan porque el sitting no les lleve a compartir mesa, conversación y batallitas con unos completos desconocidos, o peor, con malos conocidos. Comer así, pues como que no. Pero se lleva como se puede, que ahora esta parte ya es más cortita.
Quizás debería ahorrarme el momento tarta nupcial. Pero ya que estamos diré que dos personas cortando un pastel gigante con una especie de sable, me parece cuanto menos raro, antinatural. Cutre, sobreactuado y, sobre todo, innecesario si tenemos en cuenta que cuatro de los cinco pisos de esa tarta van a terminar en la basura. Por suerte, parece que este espectáculo va perdiendo fans. Para mí, el siguiente logro llegará con la desaparición de dos momentos: el baile de apertura de los novios (pobres) y el lanzamiento del ramo que yo aprovecho para ir al baño.
Para ir terminando, sobre el alcohol que se sirve en la barra libre no diré nada. Total, llegado ese momento ni los pintalabios ni las corbatas están ya en sus puestos. Solo quedará un último empujón: los bocadillos de morcilla y longanizas; el esperado resopón que a tantos resucita.
Permíteme ahora una batallita personal: Siempre que voy a una boda me acuerdo de mis padres. Ellos se casaron hace ya ¿41 años? y siempre me cuentan cómo fueron estafados con su menú nupcial, en el que no se sirvieron más que tres tortillas de patata, cacahuetes, olivas, croquetas y pan. Ahora lo recuerdan con nostalgia, claro, aunque obviamente no era eso lo que habían contratado. Seguramente los tiros irían por los clásicos cócteles de gambas, las carnes en salsa rellenas y aquellos famosos entremeses de fiambre.
Mis padres no tuvieron nada de esto, como tampoco lo tienen ni lo querrían las parejas de ahora, claro. ¿Qué hace un plato de fiambre entre tanto canapé exótico, espumas, crujientes, nigiris y caravanas hipsters? No lo veo.
Pero yo, como experta en no-bodas y poco romántica del amor, diré que seguramente hubiera sido muy feliz con aquellas tortillas de patata de mis padres. Eran otros tiempos, eso es verdad, pero yo me agarro a ellas solo como una llamada de socorro para ver si es posible que disfrute de alguna boda ("disfrutar", entiéndeme) en la que gane la humildad por encima de la sobreactuación. Humildad en los ingredientes y en lo que me den de comer, en los novios, en los padres de los novios, en las expectativas de los invitados, y sobre todo, en la simple armonía que se saborea cuando se está a gusto. Sin más.
No soy yo, es mi amor a la comida lo que me hace odiar las bodas. Pero por favor, sigamos celebrando el amor, que eso es maravilloso y una cosa no quita la otra.