Hace dos semanas, Jorge Guitián se arropó con la túnica de Heráclito de Éfeso para escribir sobre las identidades gastronómicas. Todo fluye, nada -o casi nada- permanece; lo más constante en esta vida es el cambio, también en lo gastronómico, venía a decir Jorge. Lo leí y me convencí de que tenía razón -Jorge la suele tener siempre-, pero al mismo tiempo no pude dejar de pensar que era una auténtica mierda que la tuviera.
Creer que las identidades gastronómicas, o las que sean, son algo puro e inamovible es el camino más fácil para terminar convirtiéndote en votante de VoX. Dios me libre, me proteja y me favorezca. Con la nostalgia por el pasado la cosa puede terminar igual de mal, así que conviene gestionarla con mesura. Por eso Jorge, me temo que sin saberlo, combinaba a Heráclito con un poco de Gestalt y nos animaba a tomar de buenas a primeras el camino de la aceptación.
Las identidades gastronómicas mutan, «algo, sin embargo, de lo que no siempre parecemos ser conscientes y sobre lo que, nos guste o no, no tenemos demasiado control», escribía. Ergo, puesto que no lo podemos controlar, aceptémoslo y no nos rasguemos las vestiduras… o la túnica. Y ahora me veo en la obligación de hacer más equilibrios que un jilguero en un alambre para explicar lo siguiente.
Sucede que sin ser de los que se pasan el día con la mano levantada pidiendo un taxi, me gusta pensar que hay cosas que siguen existiendo aunque no pueda verlas, oírlas, tocarlas o comérmelas tan a menudo como quisiera. Y sucede que esas cosas, o algunas de ellas, en cierto modo, forman parte de mi identidad.
O sea, que creo, iluso de mí, que una parte importante de mi identidad, la gastronómica también, se remonta en el tiempo, y que allí está, casi inmutable y que me define. En mi caso los sofritos, las picadas, el fricandó, los mar y montañas y tantas otras cosas, muchas de las cuales, obviamente, son compartidas.
Y, claro, incluso ese recetario, que yo creo que tan bien define lo que soy gastronómicamente, no es el mismo que definía igual de bien y en los mismos términos a un catalán del siglo XIV. Entre otras cosas porque de por medio alguien se trajo de América la lista entera de los ingredientes de los que hoy son muchos platos de esos que yo creo que me explican y que mi antepasado medieval hubiera considerado una herejía.
Así que, cómo no voy a pensar que Jorge tenía razón cuando explicaba tan bien que las identidades gastronómicas fluyen como el río en el que Heráclito decía que no se podía bañar dos veces. Y aún así, sigo pensando que vaya mierda de la buena.
Les aseguro que no soy de los que piensa que la palabra mestizo y su derivada mestizaje tengan una connotación peyorativa. Mis hijos son medio catalanes y medio venezolanos con un abuelo palestino, así que como para andarme con tonterías. No sé qué se consideran ellos, ni me importa demasiado. Como se suele decir, ya lo decidirán cuando sean mayores o nunca, qué más me da.
Así que bienvenidos sean el mestizaje gastronómico, el choque de culturas en los fogones y que nuestras calles se llenen de locales de las cocinas del mundo y que estas se mezclen con nuestras cazuelas. Si un día fuimos lo que comimos, hoy somos lo que comemos, y sin duda eso nos explica a nosotros y al mundo en el que vivimos. La identidad, esa cosa que explica quién diablos somos, qué nos importa, qué amamos.
Pero sucede y acontece que somos idiotas y volubles. Sobre todo volubles, y nos pueden las modas, lo nuevo, y aborrecemos lo que ya no lo es tanto. El poeta J.V. Foix escribió «M’exalta el nou i m'enamora el vell», pero nosotros somos abrazafarolas de restaurantes de cocina fusión con costuras muy débiles. Decimos que nos encanta la cocina japo mientras nos comemos un sushi que en Japón no se lo darían ni al perro. Nos entregamos al ramen y mientras arrinconamos la escudella y el cocido.
A Rocío Jurado -ya ven que aquí tocamos todos los palos- se le rompió el amor de tanto usarlo. No es exactamente lo que ha pasado con nuestro amor por el fricandó, al que simplemente hemos cambiado por un amante más guapo y más joven. Una identidad muy líquida, que hoy bebe de la cocina etíope y mañana de la coreana, pero que en el fondo, muchas veces, no deja un poso.