Puede que mi infancia haya sido triste. Gastronómicamente hablando, digo. Lo pienso cada vez que alguien pregunta cuál es ese plato que te transporta a tu niñez, o cuáles son esos sabores, olores y manjares que, al probarlos 30 años después, te emocionan y te llevan hasta el hogar donde creciste, tus domingos en familia.
Pues bien, no tengo ningún plato de infancia. El resto de los mortales sí lo tienen (ya estás pensando en el tuyo), pero el caso es que yo no. No hay ningún plato concreto que me recuerde a mi madre o a mi abuela, por mucho que al pensar en ellas las sitúe perfectamente en la cocina, dedicadas, entregadas y apasionadas como lo fueron la mayoría.
Las manos culinarias de nuestras madres y abuelas, que saben como nadie lo que significa comer bien y alimentarse bien. Porque para ellas no hay diferencia entre un acto y otro. Que si comes bien, significa que te estás alimentando como toca. Y si no, no. Que si no es de casa, no es bueno. Supongo que de ahí, la eterna y sentenciadora frase de "nadie cocina como nuestras madres y/o abuelas".
Ni croquetas, ni canelones, ni tortilla de patatas. Tampoco un guiso, una tarta de galletas o unos macarrones especiales. Nada. ¿Qué pasa entonces?, ¿tengo ahora una especie de trauma gastronómico infantil?, ¿cuál es la huella o sello culinario de mi familia?, ¿qué se cocinaba en los días especiales?, ¿paella?, ¿qué tiene eso de especial?, ¿nada?, ¿qué respondo cuando alguien me pregunte cómo era la cocina que me vio crecer? En realidad, tengo la respuesta más que clara, y viene a ser todo lo contrario a triste.
Piénsalo si tú también te has sentido huérfano de paladar en algún momento, y verás que no necesitas un plato para definir cómo y cuáles fueron tus experiencias gustativas de la niñez, y cómo estas sí han marcado tu vida adulta de algún modo. Veamos.
Me basta con acordarme de todas las mañanas que mi madre se levantaba muy (muy) temprano para prepararnos el bocadillo del almuerzo del colegio a mis hermanos y a mí. Muchos años, todos los días, no recuerdo uno solo que fallara. Me basta también recordar esas noches en las que no había mucho de dónde tirar en la nevera y tocaba cenar "cualquier-cosa-con-pan", en la mayoría de casos, fiambre. "Hoy se cena fiambre", decíamos, "¿con kétchup?", pues con kétchup.
Me basta y me sobra también recordar esos tiempos de bonanza en los que solíamos salir a comer fuera todos o casi todos los domingos. En familia, todos juntos, como un ritual en el que no podía faltar ninguno de los cinco. Daba igual el sitio, disfrutábamos igual en la mejor arrocería de Valencia, como en la pizzería de la esquina. Estábamos todos juntos, como niños, sin mascarilla, sin móviles ni tablets en la mesa, sin tonterías.
Me basta también con acordarme de esos zumos de manzana con pajita que se convertían, por arte de magia, en la mejor medicina cuando me ponía mala de la barriga. "A sorbitos, no te lo bebas de golpe. Y ahora te traigo un pan tostado con aceite y sal, y ya". Magia materna, supongo. Qué sencillo y qué humilde, pero qué bueno y cómo de bien me curaba el alma.
Me basta con pensar en estos y en muchísimos otros momentos en los que todo estaba bien. Puro sacrificio, entrega y amor. Nada puede saber mal ahí.
Y entonces pienso que quizás la pregunta importante ahora sería: ¿Cuáles serán los platos de la infancia de los niños y niñas del momento? Me da mucho miedo la respuesta. Quizás las salvadoras en muchos casos sigan siendo ellas, las abuelas que fueron madres y saben de buena tinta que comer bien es alimentarse bien. Nosotros, ahogados por el tiempo, delegamos en platos ya preparados; en bolli-galletas envasadas que de alimento tienen lo que yo de rubia; en pizzas o lasañas congeladas; en trozos de "merluza" rebozada con forma de pez o estrellita de mar; en restaurantes de comida rápida, barata y adictiva; en el tan peligroso "te doy dinero y te compras lo que quieras para almorzar en el colegio", etc.
Pensando en esto, mi infancia fue brutalmente feliz. Afortunada, bien alimentada, llena de amor y feliz. Muy feliz.
Gracias, mamá.